
Metodología del sionismo cultural
Gustavo D. Perednik
A pesar de la demonización semántica que sufre el término sionismo, se presentan los tres métodos en que se plasmó el sionismo moderno: el cultural, el diplomático y el práctico
Jacques Derrida ha puesto de relieve el modo en que los términos cobran su significado a partir de acumulaciones metafóricas, a lo largo de procesos históricos. En ese aspecto, pocos conceptos han sido más demonizados por la sedimentación de metáforas, que aquellos relativos a los judíos. Así, las palabras «fariseo» o «talmúdico» despiertan asociaciones sumamente negativas muy distantes de su verdadera significación.
En la modernidad, esa demonización semántica padecida por los judíos, se ha trasladado especialmente a la voz «sionismo». Por ello es difícil, para el lector europeo medio, analizar objetivamente al movimiento de liberación judío, sin caer en la red de impresiones negativas que han forjado desde los medios soviéticos hasta la prensa española.
Conscientes de esa limitación, intentamos aquí presentar los tres métodos en que se plasmó el sionismo moderno: el cultural, el diplomático y el práctico.
Deliberadamente, no los definimos como corrientes sino como métodos porque, a diferencia de las primeras, no respondieron a la pregunta de por qué era necesario y moral el establecimiento de un Estado judío; planteaban, por su parte, cómo crear dicho Estado, ofreciendo tres respuestas alternativas: la colonización (sionismo práctico), la política (sionismo político), o la educación (sionismo cultural).
El mentor de este último fue Ajad Haam (seudónimo de Asher Ginzberg), cuyo primer artículo lo convirtió, repentina y accidentalmente, en un escritor hebreo. Publicado el 15 de marzo de 1889 en el periódico Hamelitz, se tituló No es éste el camino.
El ensayo constituyó el puntapié inicial del sionismo cultural, que venía a criticar al sionismo práctico al cuestionar que jóvenes, inexpertos y sin capacitación, inmigraran a Eretz Israel. Vaticinaba que, eventualmente, aquellos idealistas sucumbirían ante la malaria y la esterilidad de la tierra de Israel en esa época.
La inmensa repercusión del ensayo impulsó a su autor a dedicarse a escribir, y a crear una asociación que defendiera sus principios. Dos meses después nació, en la ciudad de Odessa, la Benei Moshé («hijos de Moisés») que perduró ocho años, hasta 1896.
Ajad Haam sostenía que la aliáh (inmigración judía a Israel) no tenía por qué ser la opción de todos los judíos. Quienes sí eligieran esa vía, crearían allí el centro espiritual para el pueblo judío todo.
Los sionistas culturales opinaron que la migración debía ser el corolario de una sólida conciencia judía, asequible por medio de la educación hebrea. Los judíos no se hallaban dotados, intelectual ni espiritualmente, para la vida del pionero. Por ello, los ajadhaamistas se circunscribían a apoyar la radicación en el yermo país, cuando ella se concretaba con el objeto de intensificar la cultura de los judíos palestinos, e irradiarla al extranjero. Una de sus advertencias recurrentes era: «No forcéis la meta mientras no hayan sido creadas las circunstancias sin las cuales la meta es inalcanzable».
Pero resultó difícil «no forzar la meta» cuando la judeofobia europea se desató en los pogromos. La urgencia del pueblo judío para encontrar refugio motivó a los sionistas políticos a distanciarse más de los culturales, a quienes peyorativamente dieron el mote de «espiritistas»: no había tiempo para dedicarse al espíritu judaico, en momentos en que los cuerpos de millones de judíos se encontraban ante el abismo de la destrucción física.
La postura de Ajad Haam también le generó oponentes en Eretz Israel, como por ejemplo el rabino Iehiel Mijael Pines, quien se radicó en Jerusalén en 1878 y priorizó la obra colonizadora y la labor política. Pines pertenecía al grupo de sionistas que evitaban introducir en el movimiento funciones educativo-culturales, ya que éstas podrían llevar a controversias y divisiones innecesarias y postergables.
Por otra parte, entre los que valoraron la obra de Ajad Haam desde el comienzo, se hallaba Eliezer Ben Yehuda, el renovador del idioma hebreo por antonomasia, quien se estableció en Jerusalén en 1881.
Ajad Haam concretó sus dos primeros viajes a la Palestina hebrea en 1891 y en 1893, y dichas visitas ratificaron su escepticismo acerca del sionismo práctico. Una vez conocida la realidad in situ, Ajad Haam escribió La verdad desde Eretz Israel, artículo en el que hizo un balance socioeconómico y cultural de los débiles asentamientos judíos en la Palestina de marras.
Frente al sionismo político
La segunda crítica de los sionistas culturales se dirigía, ya no a los sionistas prácticos, sino al tercero de los métodos referidos: el diplomático, cuyos portavoces más destacados fueron Teodoro Herzl y Max Nordau.
En su artículo Sionismo político, Ajad Haam no avizora frutos concretos para las febriles negociaciones mantenidas por Herzl, y además expresa su disgusto por la alienación de Nordau para con la tradición judía.
El Primer Congreso Sionista Mundial (Basilea, 1897) fue el único en el que participó Ajad Haam, quien según sus propias palabras se sintió allí como «un enlutado rodeado por la alegría de los novios».
Cuando se produjo «el caso Uganda» (1903), Ajad Haam lo entendió como el triste e inevitable corolario, de que los sionistas políticos se hubiesen alejado de la cultura judía y supusieran, consecuentemente, que algún otro país, fuera de Palestina, podría atraer la concentración territorial de los judíos.
Nuevamente expresa su insatisfacción por el sionismo herzliano en dos celebres artículos: El Estado judío y el problema judío (1897) y Carne y espíritu (1904).
La diferencia entre Ajad Haam y Herzl era clara: mientras a éste preocupaba la desdicha de los judíos, el primero se abocó, desde una postura secular, a superar la postración del judaísmo: «La condición previa para concentrar la nacionalidad en Sión, es concentrar el espíritu de la nacionalidad en el amor de Sión».
La mera creación de un Estado para los judíos no solucionaría el problema, que radicaba en que el pueblo carecía de unidad cultural y conciencia nacional. La función del sionismo era precisamente inspirar tal unidad, creando un centro espiritual en Eretz Israel, destinado a cultivar el liderazgo y la renovación judaicos.
Paralelamente, el sionismo debía dedicarse a una tarea educativa sistemática que profundizara el proceso de concentración de diásporas.
A pesar de su escepticismo acerca del accionar diplomático, los seguidores de Ajad Haam sí se unieron en una fracción dentro del sionismo político, que se denominó Fracción democrática. Tuvo como portavoces a Jaim Weizmann y a Martín Buber, quienes bregaban por colocar como pilar del sionismo la tarea cultural-educativa.
Paradójicamente, fue un logro del sionismo cultural que el Segundo Congreso Sionista Mundial, de 1898, adoptara la idea de diseminar la cultura judía en la Diáspora, como medio de renacimiento del pueblo en su conjunto.
Ajad Haam insistió en diferenciar entre el malestar físico del judaísmo en Europa oriental, y el malestar espiritual de la judería occidental, que también debía ser curado.
A esta curación se refiere en su artículo Servidumbre en la libertad (1891), rechazando a los intelectuales asimilacionistas que «en lugar de criticar a fondo nuestras ideas y demostrarnos nuestro error con pruebas tomadas de la lógica y de la realidad, se proponen aplastarnos citando nombres famosos, sin tomar en cuenta que dicen a veces necedades».
De esos judíos ajudaicos, Ajad Haam señala su «servidumbre interior oculta bajo la libertad exterior» y, en un párrafo muy vivaz, describe la reacción de quienes desjudaizaban incluso la judeofobia, a fin de ser admitidos en la «humanidad»:
«Bandidos armados me rodean y yo grito: ¡Socorro, un hombre está en peligro! ¿No es una horrible vergüenza que deba empezar por demostrar que mi peligro lo es también para los demás, para el género humano, como si mi sangre no fuese roja a menos que se mezcle con sangre ajena?»
En muchos aspectos el mensaje de Ajad Haam sigue vigente, y no es aventurado suponer que la mayoría de los judíos son, sin saberlo, ajadhaamistas: esperan del Estado judío de Israel, eminentemente, un centro cultural que inspire a la Diáspora entera.
En 1900, después de un nuevo viaje a Palestina, Ajad Haam volvió a poner sobre el tapete el crudo sufrimiento de los pioneros, y concluyó que el ideal nacional estaba desbarrancándose hacia una mera agencia de filantropía.
Faltaban muchos años para que la nueva cultura hebrea floreciera plenamente, y con ella las posibilidades de renacimiento nacional judío. Pero esa demora nunca disuadió a Ajad Haam de su postura, e hizo suya la máxima de León Pinsker: «Lejos, muy lejos de nosotros está el puerto que nuestra alma ansía. Empero, para un pueblo que deambula hace miles de años, ningún camino ha de parecerle demasiado largo».
* * * * * * * *
Amenazas materiales y formales de Irán
José Manuel Rodríguez Pardo
Sobre el libro de David Garrido, Irán. La amenaza nuclear.David Garrido (Alicante, 1965), nos presenta en este libro un estudio breve pero conciso de la situación de la República Islámica de Irán a día de hoy, cuando ha reanudado su programa nuclear, considerado una amenaza para el orden internacional dirigido por Estados Unidos. Doctor en Historia y periodista, destacado estudioso de las Ciencias Auxiliares de la Historia y profesor de Genealogía y Heráldica en la Universidad Autónoma de Barcelona, desde el año 2003 colabora asiduamente en la prensa diaria valenciana. Sus estudios sobre el período medieval están avalados por más de medio centenar de artículos especializados y dos libros. Buen conocedor de la lengua árabe tras su estancia en Túnez y Egipto, ha realizado varias aportaciones para el conocimiento del islamismo contemporáneo y la yihad. Una de sus últimas aportaciones es este libro que aquí reseñamos, centrado en el programa nuclear de Irán.
Según Garrido, el programa nuclear de Irán fue una vieja aspiración del Sha de Persia. David Albright y Corey Hinderstein, miembros del Instituto para la Ciencia y la Seguridad Internacional, dicen que Irán conseguirá la bomba en el 2009. Otros retrasan este hito al año 2015. Ya en agosto del año 2002, el disidente iraní Ali Reza Jafarzadeh desveló una planta de enriquecimiento de uranio en Natanz y otra de agua pesada en Arak. El Tratado de No Proliferación Nuclear firmado por Jamenei en el año 2003 y la presión de EEUU frenaron el programa hasta que llegó Mahmud Ahmadineyad, triunfante en las elecciones de agosto de 2005 (págs. 8-15).
Irán inicia en 1967 el Centro de Investigación Nuclear de Teherán, con 5 megavatios de reactor. El Sha de Persia, no obstante, hubo de firmar en 1968 el Tratado de No Proliferación Nuclear para poder continuar adelante con el proyecto. Así se funda la Organización para la Energía Atómica de Irán, con 23 centrales nucleares previstas hasta el 2000. Henry Kissinger, Secretario de Estado en Estados Unidos por aquel entonces, preveía vender 6 billones de dólares en tecnología a Irán a partir del año 1975. Pero en 1979 todo cambió: los ayatolas alcanzan el poder y la central de Bushrer, construida por compañías alemanas, quedó paralizada por la Guerra Irán-Iraq. Rusia terminó la central por medio de su compañía Atomstroyesport (págs. 10 y ss.).
La hipótesis inicial de Garrido es que el programa nuclear iraní es pacífico y busca evitar la dependencia del petróleo. Pero la cuestión es por qué entonces los iraníes constantemente lanzan amenazas formales (por no tener, de momento, materia explosiva con la que consumarlas) contra Estados Unidos e Israel, identificados ambos como «el enemigo sionista», si la posición de Irán es siempre pacífica. Garrido señala también que Israel, India y Paquistán no firmaron la No Proliferación, aunque olvida que la diferencia estriba en que éstos sí se mantienen dentro de los cauces que marca el Imperio realmente existente, Estados Unidos.
Garrido profundiza en la historia de Irán señalando que Persia pasó a llamarse Irán en 1935, nombre de la lengua persa, por medio de su embajador en Alemania. La llegada al poder de Reza Sha y el fin de la dinastía Qajar suponían para los nazis una nueva raza. En el año 2005, el Alcalde de Teherán Mahmud Ahmadineyad heredó la tarea de enfrentarse a EEUU. Dada esta contemporaneidad, y habiendo sido abandonado el nombre de Persia, las apelaciones de Garrido al Imperio Persa como origen de Irán se tornan extemporáneas, salvo que asumamos el punto de vista emic de los actuales ayatolas y sus planes de globalización del Islam por medio de la yihad (págs. 16-26).
No obstante, Garrido continúa señalando que Irán es un estado «plurinacional» con armenios, turcos, kurdos, árabes y otras minorías que son reprimidas: el 15 de abril de 2005 el Juzestán o Arabistán iraní se rebeló para evitar su eliminación como población arabófona. Fue así aplastada por los Guardianes de la Revolución, según Garrido una paradoja porque se aplasta la lengua de Mahoma en una república islámica.
Aunque los iraníes son chiítas que sobrevivieron a los mongoles (siglo XIII), reinaron en Persia los turco-mongoles Qajares hasta el golpe de estado del coronel Rida Pahlavi (1921), quien abdicó en 1941 por imposición de Gran Bretaña y de la URSS. Su hijo Muhammad fue aliado de británicos y estadounidenses. En enero de 1978 las protestas contra él se radicalizaron y el 16 de enero de 1979 el sha abandonó el país. En febrero llegó Jomeini, ayudado por elementos liberales y socialistas, que fueron posteriormente purgados para instaurar la república islámica y la sharia, distinta a la sunna u ortodoxia, al ser jurisdicción clerical que va del mulá al ayatola. Jomeini, nacido en 1900 y exiliado desde 1961 en Nayaf (Iraq) y París, en 1979 acusó de impías a las monarquías del Golfo, incluyendo a Saddam Hussein, armado por EEUU.
El «socialismo» chiíta engañó a los incautos, y la guerra con Iraq (1980-1989) reafirmó el chiísmo, sobre todo en el propio Garrido, que dice que hubo avances en democracia, algo imposible de sostener si comprobamos que el chiísmo se guía por la iluminación de un imám que se mantiene oculto. ¿Qué semejanzas encuentra Garrido entre la elección realizada por ciudadanos-consumidores de los candidatos políticos en nuestras democracias de mercado, y el dominio de unos señores que se dicen iluminados por Alá, imám mediante? La misma que entre las sociedades modernas desarrolladas y la Edad Media, añadimos nosotros.
La muerte de Jomeini en 1989 dio paso a Jamenei y a los «reformistas», Ali Akbar Hachemi Rafsanyani y Mohamed Jatami, Presidente de 1997 a 2005. Al hablar de Ahmadineyad, Garrido le considera «la contestación nacionalista a los devaneos neo imperialistas de las potencias occidentales en la región» (pág. 26), algo que sin embargo negará más adelante al poner en continuidad con el presidente iraní el chiísmo iniciado por Hussein, nieto de Mahoma.
Nacido en 1956 e hijo de un herrero, Mahmud Ahmadineyad superó sus humildes orígenes y estudió en la Universidad de Ciencia y Tecnología de Teherán, doctorándose en la especialidad de Tráfico y Transporte en 1986. De 1980 a 1988 participó en la guerra contra Iraq como miembro de los servicios de inteligencia, uniéndose en 1986 a los Guardianes de la Revolución Islámica como ingeniero jefe del sexto ejército y jefe de los Cuerpos de los Guardianes en las provincias occidentales de Irán. Tras el conflicto fue gobernador y vicegobernador de las provincias de Maku y Khoy, consejero del Ministro de Cultura y Guía Islámica, gobernador de la provincia de Ardabil (1993-1997), Alcalde de Teherán (2003) y Presidente de Irán en el año 2005 con más del sesenta por ciento de los votos.
Su biografía toma tintes relevantes cuando la Revolución Islámica de febrero de 1979 llevó al Ayatolá Jomeini al poder tras expulsar al Sha Mohamed Reza Pahlavi, implantándose así la primera República Islámica chiíta moderna, ocho siglos después del califato chiíta de los Fatimis. Ahmadineyad fue uno de los responsables de la toma de 52 rehenes en la Embajada de Estados Unidos el 4 de noviembre de 1979, con el objeto de conseguir que el Sha fuera juzgado en Irán. Algunas de las medidas adoptadas por Ahmadineyad en sus mandatos como Alcalde de Teherán y como Presidente de Irán se ajustan perfectamente a los principios postulados por Jomeini: nada de publicidad ni de negocios como los de comida rápida; la pornografía y el adulterio convertidos en delitos condenados con la pena capital, &c. Ahmadineyad es un instrumento de los ayatolas, verdaderos guías de la Revolución Islámica e intérpretes de los principios de Alá.
Pero lo más importante que se ha producido en Irán desde que ha alcanzado la presidencia Ahmadineyad es la reanudación del programa nuclear, ya desde tiempos del Sha, para convertir a Irán en un ejemplo de Dar-al-Islam, territorio sometido por el Islam. (págs. 26-30)
Así, en relación con Ahmadineyad y la revolución islámica de Jomeini,Garrido habla en el siguiente capítulo del chiísmo. Comienza explicando la chía, principios que se oponen a la sunna al ser aplicados por un líder religioso y no político. La chía fue obra de Alí, último califa ortodoxo y yerno de Mahoma por su matrimonio con su hija Fátima. Garrido dice que la chía no es yihadista, algo que queda en entredicho precisamente al calor de la situación actual de Irán. Contrapone el chiísmo a facciones como el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), cuya doctrina salafista es previa a la distinción entre chiítas y sunnitas. Sin embargo, a día de hoy se han convertido en wahabbitas, tendencia sunnita del siglo XVIII que abandera Osama Bin Laden (págs. 31-41).
El Califa anterior a Alí, Uthman, murió asesinado y editó la versión canónica del Corán. La tribu de Mahoma se opuso a Alí y a la viuda del profeta, Aysha, que derrotada en Basora en 656. Alí por su parte murió asesinado en el 661. El hijo de Alí, Hasan, se sometió al nuevo califato omeya, Muawiya. Fallecidos ambos, quedó el nieto de Mahoma, Hussein, como sucesor. Pero éste, carente de pericia en el combate, fue derrotado por el omeya Yassid en Kerbala en el 680. Allí fue martirizado, convirtiéndose la ciudad en lugar de peregrinaje y escenario principal de la sangrienta festividad de la Ashura. Un grupo chiíta destacado en la actualidad es Hezbolla (Partido de Dios), lo que vuelve a contradedir al propio Garrido, pues hoy día ese grupo no sólo domina el Líbano, sino que se plantea su expansión a costa de Israel y otros países del entorno.
El programa nuclear, ambición del Sha, sufre un parón a partir de la revolución islámica, pero se reanuda a raíz del descubrimiento de uranio en 1989 en la región rocosa de Saghand. En 1990 ya se está extrayendo el mineral y en 1994 ya hay una planta de enriquecimiento de uranio en funcionamiento, gracias a la ayuda de Rusia desde 1992. En el año 2003 se supo que también China estaba ayudando a Irán aportando uranio procesado (págs. 43-48).
Garrido confirma estos datos, pese a las afirmaciones contrarias de Jatami por aquellas fechas, señalando que «los descubrimientos de Natanz y Arak revelan un proceder que va más allá del simple uso civil de la energía nuclear. El tamaño de la planta de Natanz, junto a la producción de agua pesada de Arak, son síntomas de que Irán produce más combustible del necesario para el funcionamiento de un reactor de una central nuclear convencional» (pág. 47).
La revolución islámica de 1979 liderada por Jomeini trajo el fin del programa nuclear, la paralización de Busherhr por la guerra Irán-Iraq y su culminación gracias a Rusia. Pero también con el fin de la guerra en 1989 llegó el fallecimiento de Jomeini. Su muerte dio paso a las figuras «moderadas» de Ali Jamenei, Hachemi y Jatami, para llegar al actual presidente, Ahmadinenyad, bajo cuyo mandato se ha visto incrementado el grado de amenaza al orden internacional que supone el programa nuclear iraní.
Como señala Garrido, para proseguir su programa atómico, Irán se ha servido de una red clandestina de abastecimiento nuclear, algo que ya tenía previsto el sha Muhammad Rida Pahlavi con un programa nuclear paralelo que culminaría en la obtención de la bomba atómica. Abandonada esta perspectiva de inicio, los ayatolas aceleraron estos propósitos ante el uso de armas químicas por parte de Iraq. Descubierto el uranio de Saghand, en el año 2002 salió a la luz que las centrales iraníes de Natanz y Arak usaban uranio y agua pesada en proporciones de carácter militar, gracias a la ayuda de China.
Pero el artífice principal de este rearme iraní fue el científico paquistaní Abdul Qadir Khan, padre de la bomba atómica de Paquistán. Robó secretos nucleares en Holanda, produjo uranio enriquecido con ayuda china y en 1986 Paquistán ya se encuentra en disposición de competir con el poder nuclear de la India, que había ensayado la bomba en 1974. Paquistán ensayó su bomba atómica de 1988 a 1998, cuando Khan había vendido secretos a Corea del Norte y ya llevaba desde 1986 colaborando con Irán.
Dada esta situación de presunta inestabilidad, Estados Unidos no podía permanecer impasible, y como todo Imperio universal que se precie tomó sus decisiones: para evitar que el Islam se hiciera con la bomba atómica, se puso en contacto con el general Pervez Musharraf tras su golpe de estado de 1999. Partidario de acabar con la ley islámica, el general y el imperio realmente existente pactaron frenar la gigantesca red nuclear construida por Khan, que estaba siendo alimentada por capital saudita, libio, iraní y norcoreano. Pese a encontrarse sometido a arresto domiciliario, Khan nunca se enfrentó a la Agencia Internacional de la Energía Atómica ni se tienen pruebas de que su red clandestina fuera clausurada. Por contra, Musharraf ha proseguido sus relaciones con los ayatolas, aunque con un carácter mucho más ambiguo que los anteriores presidentes paquistaníes (págs. 49-63).
La reivindicación del programa nuclear, según dice Garrido a estas alturas de obra contradiciendo su tesis inicial, tiene la finalidad de blindar a Irán frente a amenazas externas. Pese a que el ayatola Ali Hosenei Jamenei condenó el uso de la energía atómica en 2005 (en realidad, su uso contra la humanidad islamizada y no contra los cafres), el Consejo de Guardianes de la Revolución y el hoyatolesjam (rango inferior al ayatola) Rafsanyani, presidente de 1989 a 1997 y comandante de la Guardia Revolucionaria Yahya Rahim Safavi –que entrena las milicias del clérigo chiíta iraquí Muqtada asSadr–, defienden con ahínco el programa nuclear. Por su parte, dentro de este tira y afloja, Jatami firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear en 2003 (págs. 65-81).
Finalmente, el 3 de enero de 2006, con Ahmadineyad en el poder, Irán anuncia oficialmente la reanudación de su programa nuclear, con el consiguiente revuelo producido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que ha decretado duras sanciones contra los iraníes. Por otro lado, Arabia Saudita, que en su día financió al paquistaní Khan, se opone a semejante programa nuclear, lo que prueba la división entre chiítas y sunnitas existente en el Islam (págs. 83-88).
El libro termina enumerando las centrales nucleares y centros de estudios atómicos existentes en Irán, así como los proyectiles de largo alcance de que dispone Irán y que tiene en proyecto. Entre los proyectados destaca el misil Shahab 6, de 10.000 kilómetros de alcance (págs. 89-100). Con tales medios, el derecho natural de Irán, en su sentido más espinosiano, su soberanía efectiva sobre un territorio y su capacidad para atacar a terceras potencias, se ampliará notablemente. Claro que a día de hoy se trata de una amenaza más formal que material, mientras el régimen de los ayatolas no disponga ni del modelo de misil ni por supuesto del proyectil atómico. Pero en cuanto disponga de ambos, tanto Israel como las naciones europeas, por mucho que se escuden en el pacifismo fundamentalista, tendrán ante ellos una amenaza material, en la que por supuesto no intervendrán, pero que en caso de despreciar acabará poniéndoles en peligro de forma irremediable.
Pese a su gran interés, el libro no sólo recae en ese defecto, tan propio de la viscosa ideología socialdemócrata, de menospreciar el problema del Islam fundamentalista como reacción coyuntural a causa de la maldad de Estados Unidos, o de acudir al fundamentalismo democrático como coartada, sino que parece adoptar una ambigüedad muy propia de esta ideología: mientras la yihad y el fundamentalismo sólo afecten a los propios iraníes, el chiísmo no es un problema. Pero si toca símbolos más cercanos, al estilo de lo que ha sucedido con el escudo del Fútbol Club Barcelona en los países árabes, entonces hay motivos para el escándalo y la protesta.
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Gustavo D. Perednik
A pesar de la demonización semántica que sufre el término sionismo, se presentan los tres métodos en que se plasmó el sionismo moderno: el cultural, el diplomático y el práctico
Jacques Derrida ha puesto de relieve el modo en que los términos cobran su significado a partir de acumulaciones metafóricas, a lo largo de procesos históricos. En ese aspecto, pocos conceptos han sido más demonizados por la sedimentación de metáforas, que aquellos relativos a los judíos. Así, las palabras «fariseo» o «talmúdico» despiertan asociaciones sumamente negativas muy distantes de su verdadera significación.
En la modernidad, esa demonización semántica padecida por los judíos, se ha trasladado especialmente a la voz «sionismo». Por ello es difícil, para el lector europeo medio, analizar objetivamente al movimiento de liberación judío, sin caer en la red de impresiones negativas que han forjado desde los medios soviéticos hasta la prensa española.
Conscientes de esa limitación, intentamos aquí presentar los tres métodos en que se plasmó el sionismo moderno: el cultural, el diplomático y el práctico.
Deliberadamente, no los definimos como corrientes sino como métodos porque, a diferencia de las primeras, no respondieron a la pregunta de por qué era necesario y moral el establecimiento de un Estado judío; planteaban, por su parte, cómo crear dicho Estado, ofreciendo tres respuestas alternativas: la colonización (sionismo práctico), la política (sionismo político), o la educación (sionismo cultural).
El mentor de este último fue Ajad Haam (seudónimo de Asher Ginzberg), cuyo primer artículo lo convirtió, repentina y accidentalmente, en un escritor hebreo. Publicado el 15 de marzo de 1889 en el periódico Hamelitz, se tituló No es éste el camino.
El ensayo constituyó el puntapié inicial del sionismo cultural, que venía a criticar al sionismo práctico al cuestionar que jóvenes, inexpertos y sin capacitación, inmigraran a Eretz Israel. Vaticinaba que, eventualmente, aquellos idealistas sucumbirían ante la malaria y la esterilidad de la tierra de Israel en esa época.
La inmensa repercusión del ensayo impulsó a su autor a dedicarse a escribir, y a crear una asociación que defendiera sus principios. Dos meses después nació, en la ciudad de Odessa, la Benei Moshé («hijos de Moisés») que perduró ocho años, hasta 1896.
Ajad Haam sostenía que la aliáh (inmigración judía a Israel) no tenía por qué ser la opción de todos los judíos. Quienes sí eligieran esa vía, crearían allí el centro espiritual para el pueblo judío todo.
Los sionistas culturales opinaron que la migración debía ser el corolario de una sólida conciencia judía, asequible por medio de la educación hebrea. Los judíos no se hallaban dotados, intelectual ni espiritualmente, para la vida del pionero. Por ello, los ajadhaamistas se circunscribían a apoyar la radicación en el yermo país, cuando ella se concretaba con el objeto de intensificar la cultura de los judíos palestinos, e irradiarla al extranjero. Una de sus advertencias recurrentes era: «No forcéis la meta mientras no hayan sido creadas las circunstancias sin las cuales la meta es inalcanzable».
Pero resultó difícil «no forzar la meta» cuando la judeofobia europea se desató en los pogromos. La urgencia del pueblo judío para encontrar refugio motivó a los sionistas políticos a distanciarse más de los culturales, a quienes peyorativamente dieron el mote de «espiritistas»: no había tiempo para dedicarse al espíritu judaico, en momentos en que los cuerpos de millones de judíos se encontraban ante el abismo de la destrucción física.
La postura de Ajad Haam también le generó oponentes en Eretz Israel, como por ejemplo el rabino Iehiel Mijael Pines, quien se radicó en Jerusalén en 1878 y priorizó la obra colonizadora y la labor política. Pines pertenecía al grupo de sionistas que evitaban introducir en el movimiento funciones educativo-culturales, ya que éstas podrían llevar a controversias y divisiones innecesarias y postergables.
Por otra parte, entre los que valoraron la obra de Ajad Haam desde el comienzo, se hallaba Eliezer Ben Yehuda, el renovador del idioma hebreo por antonomasia, quien se estableció en Jerusalén en 1881.
Ajad Haam concretó sus dos primeros viajes a la Palestina hebrea en 1891 y en 1893, y dichas visitas ratificaron su escepticismo acerca del sionismo práctico. Una vez conocida la realidad in situ, Ajad Haam escribió La verdad desde Eretz Israel, artículo en el que hizo un balance socioeconómico y cultural de los débiles asentamientos judíos en la Palestina de marras.
Frente al sionismo político
La segunda crítica de los sionistas culturales se dirigía, ya no a los sionistas prácticos, sino al tercero de los métodos referidos: el diplomático, cuyos portavoces más destacados fueron Teodoro Herzl y Max Nordau.
En su artículo Sionismo político, Ajad Haam no avizora frutos concretos para las febriles negociaciones mantenidas por Herzl, y además expresa su disgusto por la alienación de Nordau para con la tradición judía.
El Primer Congreso Sionista Mundial (Basilea, 1897) fue el único en el que participó Ajad Haam, quien según sus propias palabras se sintió allí como «un enlutado rodeado por la alegría de los novios».
Cuando se produjo «el caso Uganda» (1903), Ajad Haam lo entendió como el triste e inevitable corolario, de que los sionistas políticos se hubiesen alejado de la cultura judía y supusieran, consecuentemente, que algún otro país, fuera de Palestina, podría atraer la concentración territorial de los judíos.
Nuevamente expresa su insatisfacción por el sionismo herzliano en dos celebres artículos: El Estado judío y el problema judío (1897) y Carne y espíritu (1904).
La diferencia entre Ajad Haam y Herzl era clara: mientras a éste preocupaba la desdicha de los judíos, el primero se abocó, desde una postura secular, a superar la postración del judaísmo: «La condición previa para concentrar la nacionalidad en Sión, es concentrar el espíritu de la nacionalidad en el amor de Sión».
La mera creación de un Estado para los judíos no solucionaría el problema, que radicaba en que el pueblo carecía de unidad cultural y conciencia nacional. La función del sionismo era precisamente inspirar tal unidad, creando un centro espiritual en Eretz Israel, destinado a cultivar el liderazgo y la renovación judaicos.
Paralelamente, el sionismo debía dedicarse a una tarea educativa sistemática que profundizara el proceso de concentración de diásporas.
A pesar de su escepticismo acerca del accionar diplomático, los seguidores de Ajad Haam sí se unieron en una fracción dentro del sionismo político, que se denominó Fracción democrática. Tuvo como portavoces a Jaim Weizmann y a Martín Buber, quienes bregaban por colocar como pilar del sionismo la tarea cultural-educativa.
Paradójicamente, fue un logro del sionismo cultural que el Segundo Congreso Sionista Mundial, de 1898, adoptara la idea de diseminar la cultura judía en la Diáspora, como medio de renacimiento del pueblo en su conjunto.
Ajad Haam insistió en diferenciar entre el malestar físico del judaísmo en Europa oriental, y el malestar espiritual de la judería occidental, que también debía ser curado.
A esta curación se refiere en su artículo Servidumbre en la libertad (1891), rechazando a los intelectuales asimilacionistas que «en lugar de criticar a fondo nuestras ideas y demostrarnos nuestro error con pruebas tomadas de la lógica y de la realidad, se proponen aplastarnos citando nombres famosos, sin tomar en cuenta que dicen a veces necedades».
De esos judíos ajudaicos, Ajad Haam señala su «servidumbre interior oculta bajo la libertad exterior» y, en un párrafo muy vivaz, describe la reacción de quienes desjudaizaban incluso la judeofobia, a fin de ser admitidos en la «humanidad»:
«Bandidos armados me rodean y yo grito: ¡Socorro, un hombre está en peligro! ¿No es una horrible vergüenza que deba empezar por demostrar que mi peligro lo es también para los demás, para el género humano, como si mi sangre no fuese roja a menos que se mezcle con sangre ajena?»
En muchos aspectos el mensaje de Ajad Haam sigue vigente, y no es aventurado suponer que la mayoría de los judíos son, sin saberlo, ajadhaamistas: esperan del Estado judío de Israel, eminentemente, un centro cultural que inspire a la Diáspora entera.
En 1900, después de un nuevo viaje a Palestina, Ajad Haam volvió a poner sobre el tapete el crudo sufrimiento de los pioneros, y concluyó que el ideal nacional estaba desbarrancándose hacia una mera agencia de filantropía.
Faltaban muchos años para que la nueva cultura hebrea floreciera plenamente, y con ella las posibilidades de renacimiento nacional judío. Pero esa demora nunca disuadió a Ajad Haam de su postura, e hizo suya la máxima de León Pinsker: «Lejos, muy lejos de nosotros está el puerto que nuestra alma ansía. Empero, para un pueblo que deambula hace miles de años, ningún camino ha de parecerle demasiado largo».
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Amenazas materiales y formales de Irán
José Manuel Rodríguez Pardo
Sobre el libro de David Garrido, Irán. La amenaza nuclear.David Garrido (Alicante, 1965), nos presenta en este libro un estudio breve pero conciso de la situación de la República Islámica de Irán a día de hoy, cuando ha reanudado su programa nuclear, considerado una amenaza para el orden internacional dirigido por Estados Unidos. Doctor en Historia y periodista, destacado estudioso de las Ciencias Auxiliares de la Historia y profesor de Genealogía y Heráldica en la Universidad Autónoma de Barcelona, desde el año 2003 colabora asiduamente en la prensa diaria valenciana. Sus estudios sobre el período medieval están avalados por más de medio centenar de artículos especializados y dos libros. Buen conocedor de la lengua árabe tras su estancia en Túnez y Egipto, ha realizado varias aportaciones para el conocimiento del islamismo contemporáneo y la yihad. Una de sus últimas aportaciones es este libro que aquí reseñamos, centrado en el programa nuclear de Irán.
Según Garrido, el programa nuclear de Irán fue una vieja aspiración del Sha de Persia. David Albright y Corey Hinderstein, miembros del Instituto para la Ciencia y la Seguridad Internacional, dicen que Irán conseguirá la bomba en el 2009. Otros retrasan este hito al año 2015. Ya en agosto del año 2002, el disidente iraní Ali Reza Jafarzadeh desveló una planta de enriquecimiento de uranio en Natanz y otra de agua pesada en Arak. El Tratado de No Proliferación Nuclear firmado por Jamenei en el año 2003 y la presión de EEUU frenaron el programa hasta que llegó Mahmud Ahmadineyad, triunfante en las elecciones de agosto de 2005 (págs. 8-15).
Irán inicia en 1967 el Centro de Investigación Nuclear de Teherán, con 5 megavatios de reactor. El Sha de Persia, no obstante, hubo de firmar en 1968 el Tratado de No Proliferación Nuclear para poder continuar adelante con el proyecto. Así se funda la Organización para la Energía Atómica de Irán, con 23 centrales nucleares previstas hasta el 2000. Henry Kissinger, Secretario de Estado en Estados Unidos por aquel entonces, preveía vender 6 billones de dólares en tecnología a Irán a partir del año 1975. Pero en 1979 todo cambió: los ayatolas alcanzan el poder y la central de Bushrer, construida por compañías alemanas, quedó paralizada por la Guerra Irán-Iraq. Rusia terminó la central por medio de su compañía Atomstroyesport (págs. 10 y ss.).
La hipótesis inicial de Garrido es que el programa nuclear iraní es pacífico y busca evitar la dependencia del petróleo. Pero la cuestión es por qué entonces los iraníes constantemente lanzan amenazas formales (por no tener, de momento, materia explosiva con la que consumarlas) contra Estados Unidos e Israel, identificados ambos como «el enemigo sionista», si la posición de Irán es siempre pacífica. Garrido señala también que Israel, India y Paquistán no firmaron la No Proliferación, aunque olvida que la diferencia estriba en que éstos sí se mantienen dentro de los cauces que marca el Imperio realmente existente, Estados Unidos.
Garrido profundiza en la historia de Irán señalando que Persia pasó a llamarse Irán en 1935, nombre de la lengua persa, por medio de su embajador en Alemania. La llegada al poder de Reza Sha y el fin de la dinastía Qajar suponían para los nazis una nueva raza. En el año 2005, el Alcalde de Teherán Mahmud Ahmadineyad heredó la tarea de enfrentarse a EEUU. Dada esta contemporaneidad, y habiendo sido abandonado el nombre de Persia, las apelaciones de Garrido al Imperio Persa como origen de Irán se tornan extemporáneas, salvo que asumamos el punto de vista emic de los actuales ayatolas y sus planes de globalización del Islam por medio de la yihad (págs. 16-26).
No obstante, Garrido continúa señalando que Irán es un estado «plurinacional» con armenios, turcos, kurdos, árabes y otras minorías que son reprimidas: el 15 de abril de 2005 el Juzestán o Arabistán iraní se rebeló para evitar su eliminación como población arabófona. Fue así aplastada por los Guardianes de la Revolución, según Garrido una paradoja porque se aplasta la lengua de Mahoma en una república islámica.
Aunque los iraníes son chiítas que sobrevivieron a los mongoles (siglo XIII), reinaron en Persia los turco-mongoles Qajares hasta el golpe de estado del coronel Rida Pahlavi (1921), quien abdicó en 1941 por imposición de Gran Bretaña y de la URSS. Su hijo Muhammad fue aliado de británicos y estadounidenses. En enero de 1978 las protestas contra él se radicalizaron y el 16 de enero de 1979 el sha abandonó el país. En febrero llegó Jomeini, ayudado por elementos liberales y socialistas, que fueron posteriormente purgados para instaurar la república islámica y la sharia, distinta a la sunna u ortodoxia, al ser jurisdicción clerical que va del mulá al ayatola. Jomeini, nacido en 1900 y exiliado desde 1961 en Nayaf (Iraq) y París, en 1979 acusó de impías a las monarquías del Golfo, incluyendo a Saddam Hussein, armado por EEUU.
El «socialismo» chiíta engañó a los incautos, y la guerra con Iraq (1980-1989) reafirmó el chiísmo, sobre todo en el propio Garrido, que dice que hubo avances en democracia, algo imposible de sostener si comprobamos que el chiísmo se guía por la iluminación de un imám que se mantiene oculto. ¿Qué semejanzas encuentra Garrido entre la elección realizada por ciudadanos-consumidores de los candidatos políticos en nuestras democracias de mercado, y el dominio de unos señores que se dicen iluminados por Alá, imám mediante? La misma que entre las sociedades modernas desarrolladas y la Edad Media, añadimos nosotros.
La muerte de Jomeini en 1989 dio paso a Jamenei y a los «reformistas», Ali Akbar Hachemi Rafsanyani y Mohamed Jatami, Presidente de 1997 a 2005. Al hablar de Ahmadineyad, Garrido le considera «la contestación nacionalista a los devaneos neo imperialistas de las potencias occidentales en la región» (pág. 26), algo que sin embargo negará más adelante al poner en continuidad con el presidente iraní el chiísmo iniciado por Hussein, nieto de Mahoma.
Nacido en 1956 e hijo de un herrero, Mahmud Ahmadineyad superó sus humildes orígenes y estudió en la Universidad de Ciencia y Tecnología de Teherán, doctorándose en la especialidad de Tráfico y Transporte en 1986. De 1980 a 1988 participó en la guerra contra Iraq como miembro de los servicios de inteligencia, uniéndose en 1986 a los Guardianes de la Revolución Islámica como ingeniero jefe del sexto ejército y jefe de los Cuerpos de los Guardianes en las provincias occidentales de Irán. Tras el conflicto fue gobernador y vicegobernador de las provincias de Maku y Khoy, consejero del Ministro de Cultura y Guía Islámica, gobernador de la provincia de Ardabil (1993-1997), Alcalde de Teherán (2003) y Presidente de Irán en el año 2005 con más del sesenta por ciento de los votos.
Su biografía toma tintes relevantes cuando la Revolución Islámica de febrero de 1979 llevó al Ayatolá Jomeini al poder tras expulsar al Sha Mohamed Reza Pahlavi, implantándose así la primera República Islámica chiíta moderna, ocho siglos después del califato chiíta de los Fatimis. Ahmadineyad fue uno de los responsables de la toma de 52 rehenes en la Embajada de Estados Unidos el 4 de noviembre de 1979, con el objeto de conseguir que el Sha fuera juzgado en Irán. Algunas de las medidas adoptadas por Ahmadineyad en sus mandatos como Alcalde de Teherán y como Presidente de Irán se ajustan perfectamente a los principios postulados por Jomeini: nada de publicidad ni de negocios como los de comida rápida; la pornografía y el adulterio convertidos en delitos condenados con la pena capital, &c. Ahmadineyad es un instrumento de los ayatolas, verdaderos guías de la Revolución Islámica e intérpretes de los principios de Alá.
Pero lo más importante que se ha producido en Irán desde que ha alcanzado la presidencia Ahmadineyad es la reanudación del programa nuclear, ya desde tiempos del Sha, para convertir a Irán en un ejemplo de Dar-al-Islam, territorio sometido por el Islam. (págs. 26-30)
Así, en relación con Ahmadineyad y la revolución islámica de Jomeini,Garrido habla en el siguiente capítulo del chiísmo. Comienza explicando la chía, principios que se oponen a la sunna al ser aplicados por un líder religioso y no político. La chía fue obra de Alí, último califa ortodoxo y yerno de Mahoma por su matrimonio con su hija Fátima. Garrido dice que la chía no es yihadista, algo que queda en entredicho precisamente al calor de la situación actual de Irán. Contrapone el chiísmo a facciones como el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), cuya doctrina salafista es previa a la distinción entre chiítas y sunnitas. Sin embargo, a día de hoy se han convertido en wahabbitas, tendencia sunnita del siglo XVIII que abandera Osama Bin Laden (págs. 31-41).
El Califa anterior a Alí, Uthman, murió asesinado y editó la versión canónica del Corán. La tribu de Mahoma se opuso a Alí y a la viuda del profeta, Aysha, que derrotada en Basora en 656. Alí por su parte murió asesinado en el 661. El hijo de Alí, Hasan, se sometió al nuevo califato omeya, Muawiya. Fallecidos ambos, quedó el nieto de Mahoma, Hussein, como sucesor. Pero éste, carente de pericia en el combate, fue derrotado por el omeya Yassid en Kerbala en el 680. Allí fue martirizado, convirtiéndose la ciudad en lugar de peregrinaje y escenario principal de la sangrienta festividad de la Ashura. Un grupo chiíta destacado en la actualidad es Hezbolla (Partido de Dios), lo que vuelve a contradedir al propio Garrido, pues hoy día ese grupo no sólo domina el Líbano, sino que se plantea su expansión a costa de Israel y otros países del entorno.
El programa nuclear, ambición del Sha, sufre un parón a partir de la revolución islámica, pero se reanuda a raíz del descubrimiento de uranio en 1989 en la región rocosa de Saghand. En 1990 ya se está extrayendo el mineral y en 1994 ya hay una planta de enriquecimiento de uranio en funcionamiento, gracias a la ayuda de Rusia desde 1992. En el año 2003 se supo que también China estaba ayudando a Irán aportando uranio procesado (págs. 43-48).
Garrido confirma estos datos, pese a las afirmaciones contrarias de Jatami por aquellas fechas, señalando que «los descubrimientos de Natanz y Arak revelan un proceder que va más allá del simple uso civil de la energía nuclear. El tamaño de la planta de Natanz, junto a la producción de agua pesada de Arak, son síntomas de que Irán produce más combustible del necesario para el funcionamiento de un reactor de una central nuclear convencional» (pág. 47).
La revolución islámica de 1979 liderada por Jomeini trajo el fin del programa nuclear, la paralización de Busherhr por la guerra Irán-Iraq y su culminación gracias a Rusia. Pero también con el fin de la guerra en 1989 llegó el fallecimiento de Jomeini. Su muerte dio paso a las figuras «moderadas» de Ali Jamenei, Hachemi y Jatami, para llegar al actual presidente, Ahmadinenyad, bajo cuyo mandato se ha visto incrementado el grado de amenaza al orden internacional que supone el programa nuclear iraní.
Como señala Garrido, para proseguir su programa atómico, Irán se ha servido de una red clandestina de abastecimiento nuclear, algo que ya tenía previsto el sha Muhammad Rida Pahlavi con un programa nuclear paralelo que culminaría en la obtención de la bomba atómica. Abandonada esta perspectiva de inicio, los ayatolas aceleraron estos propósitos ante el uso de armas químicas por parte de Iraq. Descubierto el uranio de Saghand, en el año 2002 salió a la luz que las centrales iraníes de Natanz y Arak usaban uranio y agua pesada en proporciones de carácter militar, gracias a la ayuda de China.
Pero el artífice principal de este rearme iraní fue el científico paquistaní Abdul Qadir Khan, padre de la bomba atómica de Paquistán. Robó secretos nucleares en Holanda, produjo uranio enriquecido con ayuda china y en 1986 Paquistán ya se encuentra en disposición de competir con el poder nuclear de la India, que había ensayado la bomba en 1974. Paquistán ensayó su bomba atómica de 1988 a 1998, cuando Khan había vendido secretos a Corea del Norte y ya llevaba desde 1986 colaborando con Irán.
Dada esta situación de presunta inestabilidad, Estados Unidos no podía permanecer impasible, y como todo Imperio universal que se precie tomó sus decisiones: para evitar que el Islam se hiciera con la bomba atómica, se puso en contacto con el general Pervez Musharraf tras su golpe de estado de 1999. Partidario de acabar con la ley islámica, el general y el imperio realmente existente pactaron frenar la gigantesca red nuclear construida por Khan, que estaba siendo alimentada por capital saudita, libio, iraní y norcoreano. Pese a encontrarse sometido a arresto domiciliario, Khan nunca se enfrentó a la Agencia Internacional de la Energía Atómica ni se tienen pruebas de que su red clandestina fuera clausurada. Por contra, Musharraf ha proseguido sus relaciones con los ayatolas, aunque con un carácter mucho más ambiguo que los anteriores presidentes paquistaníes (págs. 49-63).
La reivindicación del programa nuclear, según dice Garrido a estas alturas de obra contradiciendo su tesis inicial, tiene la finalidad de blindar a Irán frente a amenazas externas. Pese a que el ayatola Ali Hosenei Jamenei condenó el uso de la energía atómica en 2005 (en realidad, su uso contra la humanidad islamizada y no contra los cafres), el Consejo de Guardianes de la Revolución y el hoyatolesjam (rango inferior al ayatola) Rafsanyani, presidente de 1989 a 1997 y comandante de la Guardia Revolucionaria Yahya Rahim Safavi –que entrena las milicias del clérigo chiíta iraquí Muqtada asSadr–, defienden con ahínco el programa nuclear. Por su parte, dentro de este tira y afloja, Jatami firmó el Tratado de No Proliferación Nuclear en 2003 (págs. 65-81).
Finalmente, el 3 de enero de 2006, con Ahmadineyad en el poder, Irán anuncia oficialmente la reanudación de su programa nuclear, con el consiguiente revuelo producido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que ha decretado duras sanciones contra los iraníes. Por otro lado, Arabia Saudita, que en su día financió al paquistaní Khan, se opone a semejante programa nuclear, lo que prueba la división entre chiítas y sunnitas existente en el Islam (págs. 83-88).
El libro termina enumerando las centrales nucleares y centros de estudios atómicos existentes en Irán, así como los proyectiles de largo alcance de que dispone Irán y que tiene en proyecto. Entre los proyectados destaca el misil Shahab 6, de 10.000 kilómetros de alcance (págs. 89-100). Con tales medios, el derecho natural de Irán, en su sentido más espinosiano, su soberanía efectiva sobre un territorio y su capacidad para atacar a terceras potencias, se ampliará notablemente. Claro que a día de hoy se trata de una amenaza más formal que material, mientras el régimen de los ayatolas no disponga ni del modelo de misil ni por supuesto del proyectil atómico. Pero en cuanto disponga de ambos, tanto Israel como las naciones europeas, por mucho que se escuden en el pacifismo fundamentalista, tendrán ante ellos una amenaza material, en la que por supuesto no intervendrán, pero que en caso de despreciar acabará poniéndoles en peligro de forma irremediable.
Pese a su gran interés, el libro no sólo recae en ese defecto, tan propio de la viscosa ideología socialdemócrata, de menospreciar el problema del Islam fundamentalista como reacción coyuntural a causa de la maldad de Estados Unidos, o de acudir al fundamentalismo democrático como coartada, sino que parece adoptar una ambigüedad muy propia de esta ideología: mientras la yihad y el fundamentalismo sólo afecten a los propios iraníes, el chiísmo no es un problema. Pero si toca símbolos más cercanos, al estilo de lo que ha sucedido con el escudo del Fútbol Club Barcelona en los países árabes, entonces hay motivos para el escándalo y la protesta.
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Sobre el respeto
Alfonso Fernández Tresguerres
Consideraciones acerca de lo que es y en qué consiste respetar
Suele pensarse, cuando se habla del respeto, en clave ética y moral, y por eso con frecuencia es entendido ya sea como el resultado de un sentimiento o de una peculiar valoración intelectual, pero que conduce, en cualquier caso, al reconocimiento de la dignidad de alguien (y hasta quizá de algo), mas alguien que no son sólo los otros, sino también uno mismo; y reconocimiento que no se queda en eso, sino que lleva a actuar en consecuencia, salvaguardando –respetando– tal dignidad. Así enfocado el asunto, la cuestión a dirimir es si ha de ser considerado una virtud o si es suficiente con dejarlo anclado en el ámbito sentimental y hasta en el mero contexto de las buenas maneras y de la cortesía. Sin embargo, el concepto tiene muchos otros sentidos, igualmente importantes (al menos en nuestra lengua) que no sólo nos ayudan a clarificar la controversia suscitada al respecto, sino también a participar en ella con la esperanza de poder decir algo sobre el asunto.
Así, en efecto, nosotros (quienes hablamos español) entendemos por «respeto», ciertamente, el miramiento y la consideración (sentido éste que es el que más se aproxima al ético o moral), mas también utilizamos el término para referirnos a formas de acatamiento o sumisión; al miedo, recelo o aprensión que nos pueden producir determinadas cosas, animales o personas; y, por último, llamamos «respetuosas» a manifestaciones y formas de relacionarnos con el prójimo que nacen de la mera cortesía. Y todo ello, sin duda, no es baladí, sino que, al contrario, constituye un conjunto de acepciones lo suficientemente rico y complejo como para que podamos permitirnos pasarlo por alto, ya que es evidente, por ejemplo, que únicamente en la primera de tales acepciones podría tener algún sentido discutir si es el respeto virtud o no, porque está claro que en la última de ellas es una simple norma de urbanidad, y en la segunda y la tercera un tipo particular de sentimientos (miedo, recelo o aprensión) o formas específicas de habilidad social (el acatamiento o la sumisión, en tanto que actitud dominante en las relaciones con el prójimo) que pueden tener orígenes muy dispares y estar puestos al servicio de objetivos no menos diversos.
Conviene, pues, que procedamos en nuestro análisis con un cierto cuidado y prevención.
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Si entre las traducciones posibles del griego αἰδώϛ damos preferencia –como hace Abbagnano– al término «respeto» –otras alternativas serían hacerlo por «vergüenza» o «pudor»–, entonces seguramente podría decirse que quizás es cierto que fue Demócrito el primero en hacer del respeto algo muy similar a una virtud, e incluso uno de los pilares esenciales sobre los que descansa la Ética, tal como puede verse en el frag. 264 de la edición de Diels:
«Nadie debe tener más respeto por los otros hombres que por sí mismo, ni obrar mal ya lo sepan todos o nadie lo sepa, sino que debes tener por ti mismo el mayor respeto e imponer a tu alma esta ley: no hacer lo que no se debe hacer».
Se trata, como no dejará de observarse, de una concepción del respeto en la que éste no es tanto una obligación que tenemos con los demás como un deber para con nosotros mismos, y en la medida en que tal respeto implica no hacer nada de lo que debamos avergonzarnos (sea conocido o no por los otros), de él se derivará la acción moralmente buena, incluidas aquéllas que tienen como referencia al prójimo, y entre ellas las que van encaminadas a salvaguardar su dignidad, esto es, a respetarle.
Y virtud, igualmente, es considerado por el Protágoras del Diálogo platónico así titulado, en el que dirá el sofista que, antes de que poseyeran la ciencia política, cuando los hombres se reunían, para, por ejemplo, protegerse de las fieras, terminaban por atacarse unos a otros.
«Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes para que trajera a los hombres el respeto [sentido moral] y justicia para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad» [Platón, Protágoras, 322c].
Mas a diferencia de lo que sucede con el resto de conocimientos, en los que basta con que los posean unos pocos, de éstos es necesario que participen todos, puesto que de lo contrario sería imposible la vida social y la existencia de ciudades.
Nos encontramos ahora ante una forma de concebir el respeto en la que éste no es entendido primordialmente como una exigencia individual que termina por incluir en su radio de acción al prójimo y consiguientemente, a la ética y la moral en cuanto tales, sino como la condición misma de posibilidad de la sociabilidad humana y, desde luego, del mundo moral. Mas ya prefiramos la forma de enfocar el asunto de Demócrito, ya optemos por la de Protágoras, en ningún error sustancial se incurre si sostenemos que en ellos el respeto es visto como virtud.
No es ésa, en cambio, la posición de Aristóteles, quien parece considerarlo más bien un sentimiento, o tal vez, mejor, una disposición noble, que una virtud en sentido estricto, pero no por eso menos digno de elogio, si es que, nuevamente, cuando leemos en la Ética a Nicómaco, [II, 2, 1108a, 30-35] que «la vergüenza no es una virtud, pero se elogia también al vergonzoso», optamos por sustituir «vergüenza» por «respeto». Y el propio Aristóteles establecerá la diferencia entre actuar por respeto y hacerlo por temor, pues si bien los razonamientos morales –dirá, acaso pensando en el intelectualismo socrático– no bastan para hacernos buenos, pueden servir, no obstante, para aquéllos de espíritu noble y generoso, que aman el bien por ser virtuosos,
«pero, en cambio, son incapaces de excitar al vulgo a las acciones buenas y nobles, pues es natural, en éste, obedecer no por respeto [pudor], sino por miedo y abstenerse de lo que es vil no por respeto [vergüenza], sino por temor al castigo» [Ética a Nicómaco, X, 9, 1179b, 5].
Muy importante es la posición de Kant sobre esto asunto (y será al hilo de las suyas como intentaré hilvanar mis propias reflexiones sobre el particular, en las que trataré de clarificar qué significa «respetar» –para lo cual en modo alguno podemos desentendernos, ni mucho menos, de las diversas acepciones que, como antes hemos apuntado, el término tienen en nuestra lengua–, quién puede ser objeto de respeto, y, por último, en qué consiste verdaderamente éste, qué es y no es el respeto y que rasgos esenciales son aquéllos que permiten que una determinada acción o actitud puedan ser consideradas o no respetuosas). Kant entiende también el respeto como sentimiento, y no tanto como virtud. Ahora bien, en su opinión, el objeto por excelencia de respeto es la ley moral, puesto que es ésta quien verdaderamente lo suscita y lo fundamenta, al humillar el egoísmo, es decir, la tendencia a la satisfacción de las inclinaciones subjetivas en la que ciframos propiamente la felicidad:
«Esta tendencia a hacer de sí mismo, según los fundamentos subjetivos de determinación de su albedrío, el fundamento objetivo de determinación de la voluntad en general, puede llamarse amor a sí mismo, el cual, cuando se hace legislador y principio práctico incondicionado, puede llamarse presunción. Ahora bien, la ley moral que sola es verdaderamente (a saber, en todo sentido) objetiva, excluye totalmente el influjo del amor a sí mismo sobre el principio práctico supremo, e infiere a la presunción que prescribe como leyes las condiciones subjetivas del amor a sí mismo un daño infinito. Mas lo que infiere daño a nuestra presunción, en nuestro juicio propio, humilla. Así pues, la ley moral humilla inevitablemente a todo hombre, al comparar éste la tendencia sensible de su naturaleza con aquella ley. Aquello cuya representación como fundamento de determinación de nuestra voluntad nos humilla en nuestra propia conciencia de sí mismo, despierta, en cuanto es positivo y fundamento de determinación, por sí respeto, Así pues, la ley moral es también subjetivamente un fundamento de respeto» [KPV, I, I, III];
respeto que es, por otra parte, un sentimiento estrictamente moral, esto es, no patológico (vale decir, no sensible), en tanto que determinado por la razón pura práctica, que hace que él sea no una disposición patológica, sino prácticamente efectuada. Y en la medida en que la propia razón anula todas las inclinaciones y pretensiones dictadas por el amor a sí mismo, hace que la sola ley moral posea influjo y autoridad.
«Y así, el respeto hacia la ley no es motor para la moralidad, sino que es la moralidad misma, considerada subjetivamente como motor» [KPV, I, I, III].
Ahora bien, ¿a quién tiene como destinatario ese respeto que, como vemos, no es, en el fondo, sino respeto a la propia ley moral? Según Kant, únicamente a las personas, no a los animales ni tampoco a las cosas. Me parece que es ésta una posición enteramente acertada y que nos permite, al tiempo, clarificar dos de los importantes sentidos del término «respeto»: aquél propiamente ético o moral y en el que podemos verlo equiparado a miedo o recelo.
«El respeto –escribe Kant– se aplica siempre a personas, nunca a cosas. Estas últimas pueden despertar en nosotros inclinación, y cuando son animales (verbigracia, caballos, perros, &c.), incluso amor o también terror, como el mar, un volcán, una fiera, pero nunca respeto. Algo que se acerca ya más a este sentimiento es la admiración, y ésta, como emoción, la estupefacción, puede también aplicarse a cosas, como, por ejemplo, montañas que se elevan en el cielo, la magnitud, multitud y alejamiento de los cuerpos del Universo, la fuerza y velocidad de algunos animales, &c.. Pero nada de eso es respeto. Un hombre puede ser para mí objeto de amor, de terror o de admiración, incluso hasta la estupefacción, y, sin embargo, no por eso ser objeto de respeto. Su humor jocoso, su valor y fuerza, el poder que le da la posición que tiene entre los demás, pueden inspirarme semejantes sensaciones, pero falta siempre aún el respeto interior hacia él» [KPV, I, I, III].
La razón no es otra, en verdad, sino que el respeto a una persona no es, el fondo, sino el respeto a la ley que en ella se nos manifiesta, es decir, «a la ley que su ejemplo nos presenta»; y por ello, como aclara Kant:
«Cuando se considera exactamente el respeto hacia personas [...] se observa que descansa siempre en la conciencia de un deber, que nos presenta un ejemplo, y que, por tanto, nunca puede tener el respeto otro fundamento que el moral y que es muy bueno, incluso muy útil, en el aspecto psicológico, para el conocimiento de los hombres, atender en todas partes en donde usemos esta expresión a la diferencia secreta y digna de admiración, al par que frecuente, que tiene el hombre en sus juicios por la ley moral» [KPV, I, I, III, nota 2].
En otro lugar señala Kant con toda claridad que el respeto no es un mero sentimiento al comparar nuestro valor con el de otros, que podrían tenerlo superior (al menos en ese aspecto preciso en el que nos provocan respeto),
«sino sólo una máxima de restringir nuestra autoestima por la dignidad de la humanidad en la persona de otro, por tanto, el respeto en sentido práctico» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25];
y hará una importante matización sobre el respeto distinguiéndolo del amor al prójimo, puesto que en tanto que el deber que éste entraña –dirá– consiste en convertir en míos los fines de otros (siempre, naturalmente, que no sean inmorales),
el deber de respetar a mi prójimo está contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole únicamente en medio para mis fines (no exigir que el otro deba rebajarse a sí mismo para entregarse a mi fin)» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25];
y si con lo primero (con el amor) obligo al otro, en la medida en que me hago merecedor de su gratitud,
«cumpliendo el último deber me obligo únicamente a mí mismo, me mantengo en mis límites para no quitar nada al otro del valor que él, como hombre, tiene derecho a poner en sí mismo» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25].
Ambos (amor al prójimo o amor recíproco y respeto) son las dos fuerzas que hacen posible la moralidad, fuerzas de atracción y repulsión, respectivamente, que, a semejanza de lo que sucede en el mundo físico, establecen la conexión entre los seres racionales (en la tierra, matiza Kant); y si en virtud del amor recíproco necesitan acercarse,
«por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 24].
Yo no encuentro demasiadas dificultades para estar de acuerdo con Kant en que el respeto (en sentido moral, porque hay otros, como ya hemos insinuado) supone, entre otras cosas, no utilizar a los demás con la vista puesta exclusivamente en mi propio beneficio, no servirme de ellos y, en suma, no rebajarles (ni exigir que ellos se rebajen) a la condición de simples medios para mis fines; lo que no implica, desde luego, que yo, por mi parte, tenga la obligación de hacer míos los suyos, ni siquiera en el caso de que sean perfectamente morales. El respeto no es, en efecto, equivalente al amor, en ninguna de sus manifestaciones, y ni siquiera una forma de éste. Y no ya porque se pueda respetar sin amar (más discutible es si cabe amar sin un genuino respeto), sino porque incluso cuando se ama es siempre el respeto (acierta plenamente Kant) una forma de distanciamiento; y si a la persona que amamos (no importa de qué tipo de amor hablemos), en tanto que amada, nos vinculamos, en alguna medida, por un lazo que nos une y nos acerca, en tanto que respetada colocamos entre nosotros y ella una cierta distancia, evitamos absorberla y hacer, a toda costa, de ella otro yo poseedor de los mismos intereses, objetivos y pensamientos que el nuestro; antes bien, tanto más auténtico será nuestro amor cuanto más seamos capaces de (sin negar nuestro apoyo y ayuda) mantenernos al margen, y, por así decirlo, como espectadores del proceso mediante el cual desarrolla la persona amada su propia personalidad y de los esfuerzos tendentes a la consecución de sus propios objetivos y de sus propios fines, por más que puedan llegar a ser, incluso, incompatibles con los nuestros (siempre, habría que volver a añadir, que no sean manifiestamente inmorales o perversos). Y en cuanto a las relaciones que con llevan muy poca o ninguna intensidad afectiva, si el asunto se quiere llevar hasta sus extremos, ¿qué forma de respeto mejor que el que se nos coloque a una cierta distancia y nos dejen tranquilos? Lo expresó muy bien Jonathan Swift:
«Si un hombre me mantiene a distancia, me cosuela que también él se mantiene».
Y yo a veces hasta doy en pensar que no es mucho lo que me importaría que se mantuviesen casi todos. No quisiera más que ser rico de familia como Montaigne, y tener una torre como la suya, que de añadirle un par de galerías de cien pasos de longitud y doce de anchura, para poder pasear y salir lo menos posible de mi biblioteca –proyecto que el concibió, mas no llevó a término– ya me encargaría yo.
Pero volviendo al respeto, tampoco considero erróneo que se coloque la Idea de «respeto» en symploké o comunión con la de «dignidad» (tal como se hace con muchísima frecuencia), y entender que cuando se dice que debemos respetar a los demás lo que eso significa es que los reconocemos merecedores de ser tratados con consideración, lo que vale tanto como decir no ser humillados, vejados o degradados hasta el extremo de convertirlos en meras cosas de las que nos servimos o a las que manipulamos, sino, al contrario, verlos dueños de un cuerpo que pide ser preservado y mantenido con decoro, de una intimidad que no debe ser violada y de una personalidad que exige poder desplegarse sin yugos y sin cadenas. Porque me parece que la dignidad de la persona no en otra cosa consiste sino precisamente en eso: en que los demás le saben digno o merecedor de ser tratado de ese modo. Y en la medida en que un individuo se conduce de esa forma en su relación con los otros, mas también consigo, se dignifica a sí mismo, y es, en suma, persona digna. Presiento que definir la dignidad de otra forma que no sea operacionalmente, es decir, por el conjunto de actividades, actitudes y operaciones que conforman nuestra relación con los otros y con nosotros mismos, acabará por arrojarnos siempre al terreno de la metafísica, como si dijéramos que la dignidad de la persona radica en su alma o, para el caso, en un valor intrínseco que no se sabe muy bien en qué consiste ni de dónde ha surgido. Y esto es lo que en gran medida sucede con la posición de Kant, en la que parece presuponerse que esa dignidad y ese valor que reconocemos en la humanidad, y en el otro, en tanto forma parte de ella, es algo eterno e intemporal; inherente al individuo humano sin otra razón que el mero hecho de ser humano. Sin embargo, las objeciones a una tal suposición son muchas y muy fuertes: ¿De dónde le viene al individuo ese atributo y ese valor? ¿De su condición de persona? No. Mas bien sucede al contrario: no es el individuo merecedor de respeto y poseedor de dignidad por ser persona, sino que es persona, entre otras cosas, por ser merecedor de respeto y poseedor de dignidad. Y ello sólo sucede en el seno de la sociedad política en la medida en que esas características le son otorgadas y reconocidas en tanto que derechos. Sólo en la dialéctica de derechos y deberes, característica de la sociedad política, cobran algún sentido los conceptos de respeto y dignidad. Fuera de él nos encontramos en el ámbito de la pura especulación metafísica. Pero dado, precisamente, que tal sociedad se halla establecida sobre un complejo y variadísimo juego de derechos y deberes, eso significa, al tiempo, que no es el individuo un mero receptor o beneficiario pasivo de tales prerrogativas, sino que tiene la obligación de hacerse acreedor de ellas. ¿O acaso siempre y en toda ocasión un individuo ha de ser considerado digno y, en consecuencia, ha de ser respetado? Yo sólo puedo respetar a alguien cuando es respetable y únicamente puedo reconocer su dignidad cuando es digno. Y esto significa que los demás sólo tienen el deber de respetarme cuando previamente yo he cumplido con el mío de hacerme respetable, y sólo cuando me he hecho digno tienen los otros la obligación de considerarme sujeto y poseedor de dignidad. Y siempre que ello no sea así, exigir respeto no pasa de ser una broma de mal gusto o una manifestación de puro cinismo. Tan sólo en aquellos sujetos gravemente disminuidos psíquicamente dignidad y respeto son derechos que la sociedad les otorga sin contrapartida alguna, pero el resto tiene que ganárselos. El individuo, decíamos, no tiene derechos y deberes por ser persona, sino que es persona por tener derechos y deberes, y si alguno de esos derechos podría acaso ser visto como absoluto y exento, no es ése el caso del respeto y la dignidad, cuya consecución depende siempre del cumplimiento de un deber: hacerse merecedor de ellos; deber éste, si se quiere, para conmigo mismo, pero que sólo puede estimarse completo cuando se halla aparejado al cumplimiento del deber de respetar y dignificar a quien igualmente se ha hecho merecedor de ello. Deber doble, pues, pero originario uno (el de hacerme respetable) y derivado el otro (el de los demás de respetarme). Y obsérvese que el que uno se haga digno de respeto significa no sólo (como tantas veces se dice) que respete a su vez a los otros, sino también –y acaso principalmente, porque de ser así lo anterior se dará por añadidura– = que comience por respetarse a sí mismo en aquellos aspectos en los que exige ser respetado. Al final va a resultar, en efecto, que el respeto primordial es el respeto a uno mismo.
«Nunca perderse el respeto a sí mismo. Ni se roce consigo a solas. Sea su misma entereza norma propria de su rectitud, y deba más a la severidad de su dictamen que a todos los extrínsecos preceptos. Deje de hacer lo indecente más por el temor de su cordura que por el rigor de la ajena autoridad. Llegue a temerse, y no necesitará del ayo imaginario de Séneca» [Gracián, Oráculo manual, 50]
Así pues, mi respeto a otro no es primariamente respeto a la ley que el otro me muestra, sino a la ley que reconozco en mí mismo y que lleva a respetarle en la medida en que él se me presente como digno de ello. Y precisamente porque el respeto sólo es posible entre sujetos morales que lo reconocen y lo asumen como un derecho que se conceden y una obligación que aceptan en el seno de la sociedad política, es por lo que hay que estar nuevamente de acuerdo con Kant en que el respeto, como tal, tiene como destinatarios únicamente a las personas, no a las cosas ni a los animales. Las primeras pueden suscitar en nosotros sentimientos de admiración o terror, de repulsa o de goce estético; los segundos, además de admiración y miedo o recelo (uno de los sentidos del término «respeto», al menos en nuestra lengua), pueden despertar nuestra compasión y hasta nuestro amor, pero nada de eso tiene que ver con el respeto en sentido moral, porque para que pudieran ser receptores de éste debería presuponérseles la condición de sujetos morales. Las cosas y los animales pueden ser objeto de la más variada de sentimientos, pero el respeto en sentido estricto sólo a otro individuo humano se lo debo y sólo a él se lo exijo, porque, al igual que sucede con el resto de los derechos y deberes morales y jurídicos, sólo del animal político es patrimonio.
*
Hemos defendido en las líneas anteriores que el respeto es un derecho y un deber, y eso significa que no hay motivos suficientes para considerarlo propiamente una virtud; en primer lugar, porque lo virtuoso será, en todo caso, cumplir con ese deber que me imponen y me impongo, pero también porque, de todos modos, no podría ser el respeto visto como una virtud particular puesto que, en último término, en él se concitan y se despliegan múltiples virtudes. Tampoco me parece que pueda ser interpretado meramente como un sentimiento, dado su carácter de obligación. Nadie puede imponerme, ni siquiera yo, experimentar un determinado sentimiento por alguien, pero sí me impongo (y me imponen) el deber de respetar, y ello con independencia de cuáles puedan ser mis sentimientos particulares respecto al individuo en cuestión al que hago objeto de mi respeto: puedo amarle o aborrecerle, resultarme agradable o profundamente antipático. Nada de eso cambia las cosas.
Hemos señalado también quien son los destinatarios del respeto y qué condiciones han de darse para que se hagan merecedores de él. Finalmente, lo hemos definido de una manera operacional. Nos queda ahora por explicar cómo se manifiesta el respeto, en qué consiste propiamente, o si se quiere, cómo toman forma esas operaciones en nuestra relación con los otros en las que hacemos consistir justamente el respetar. Ello nos permitirá, al mismo tiempo, acabar por delimitar el respeto moral de otros importantes sentidos (además del ya visto: miedo, recelo o admiración) que tiene el término en nuestra lengua.
Por lo pronto, el respetar a otro (en el sentido en que hablamos) no consiste en someternos a él o en acatar ciegamente sus deseos y designios; la sumisión y el acatamiento podrían tener mucho más que ver con el temor o con la admiración que con el respeto como tal. Y tanto más recusables ambas actitudes cuanto que con ellas pudiera perseguirse la consecución, por medios que nos envilecen, de un determinado beneficio. Pero aun siendo desinteresados, el servilismo y el rebajamiento de que nos hacemos objeto denotan una completa pusilanimidad y constituyen una auténtica falta de respeto para con nosotros mismos.
Tampoco debe confundirse el respeto con la mera cortesía, y más cuando ésta llega hasta el amaneramiento que alcanza en algunos. Sin duda, esta modalidad, en tanto que simple exponente de buena educación, es algo enteramente deseable por sí mismo, pero de un orden completamente distinto del respeto al que nos estamos refiriendo. La prueba es que uno puede mostrarse cortés y guardar las buenas formas incluso con aquéllos a quienes desprecia, en tanto que no cabe verdaderamente respetar a quien despreciamos, porque el que alguien nos parezca despreciable indica con suficiente nitidez que no lo consideramos merecedor de respeto. Y si bien no solemos ocultar nuestro respeto a quien estimamos digno de él, sí podemos acallar (por mera urbanidad) lo poco respetable que nos parece otro.
Estas dos formas de entender el respeto, básicamente como manifestación de sumisión y de cortesía, podría ejemplificarse, sin duda, en diversos autores, mas, para no ser prolijos, nos bastará acaso con acudir a las cartas de Lord Chesterfield a su hijo. Así, en la Carta CCXXVII le aconseja como debe conducirse con quien se encuentra no simplemente por encima de él, sino muy por encima, sean reyes, ministros o generales. De este modo:
«Si hablas con un rey, debes parecer tan espontáneo y desenvuelto como con tu valet de chambre, pero al propio tiempo cada una de tus miradas y cada uno de tus gestos deben expresar el máximo respeto […] Los mejor sería llevar la conversación, a ser posible, a otra forma cualquiera de adulación indirecta […]»;
palabras en las que no es difícil ver cómo el respeto, hasta la sumisión, puede estar al servicio de la consecución de determinados objetivos e intereses. Y en lo que hace al trato entre iguales o inferiores, lo que el conde de Chesterfield entiende por respeto no es sino otra forma de referirse a las bienséances o conveniencias, equivalentes, en definitiva, a las buenas maneras, que
«Son –se dice en la misma Carta– la esencia de la urbanidad, y deben ser completadas por las grâces, que nos permiten llevar a cabo de modo garboso y agradable lo que las bienséances nos imponen de todas formas. Éstas son una obligación para todos, aquéllas el privilegio y el adorno de algunos».
Mas esas conveniencias o buenas maneras buscan como objetivo fundamental el gustar o el agradar, al tiempo que una «buena política las recomienda» –como él dice, y repárese nuevamente en lo que el respeto o la sumisión tienen de servicio al interés–, y siendo el respeto el hilo conductor de todas ellas, o aquello en lo que, en último término, todas se traducen, queda recluido éste en el ámbito de la mera cortesía y es, básicamente –la expresión es del propio Chesterfield– «respeto social».
Pero con ser la cortesía y el respeto social que le es inherente una disposición del todo deseable en las relaciones sociales, es algo por entero distinto del respeto moral. Valga con decir, simplemente, que el primero no presupone ni muchos menos el segundo, y cabe por ello, como antes apuntábamos, mostrar respeto social (sean cuales sean los motivos que a ello nos induzcan) incluso a quien nos parece cualquier cosa menos respetable. No existe ninguna forma, en cambio, de hacer compatible el respeto moral con el desprecio, e incluso es posible que acierte Hume cuando afirma que
«En el respeto hay una mezcla de humildad con estima y afecto» [Disertación sobre las pasiones, Sección IV];
y si bien podría discutirse la necesidad de hacer comparecer en este asunto a la humildad (como discutible es que en el desprecio la mezcla sea de orgullo, tal como dice Hune inmediatamente después de las palabras que hemos recogido), al menos entiendo, efectivamente, que son consustanciales al respetar una cierta estima y afecto. Sin ellas, o lo que es lo mismo, sin respeto, incluso el acto de caridad más extremo o heroico no sería sino una forma de menosprecio o de condescendencia humillante e insultante.
Mas esto no significa que respetar consista en adular, agasajar o agradar siempre.
Tampoco hallarse dispuesto a hacer concesiones a todas horas, y menos una concesión sin límites o una tolerancia no menos ilimitada. Cuando el respeto (o, para el caso, la cortesía misma) llega a unos extremos desmedidos, se convierte, ante que nada, en un fraude para con uno mismo y, en consecuencia, en una falta al respeto que nos debemos a nosotros, y también, en último término, en falta de respeto al individuo con el que nos conducimos de ese modo. Porque aun dando por bueno que son inseparables del acto de respetar la estima y el afecto, éstos no por fuerza presuponen las actitudes o sentimientos anteriores (a saber: adulación, agasajo, agrado, concesión o tolerancia), sino que, muchas veces, obligan justamente a lo contrario. No toda acción u opinión es respetable. Y cuando no lo son, respetar al individuo que realiza una o sustenta la otra, consiste en intentar corregirle, sacándole del error o de la necedad en los que se halla inmerso. No hacerlo así, supone tratarlo como loco o imbécil, considerarlo, por los motivos que sea, inmune a cualquier tipo de razonamiento e incapacitado para cualquier clase de corrección, es decir, supone, en definitiva, tenerlo por algo menos que humano. No siempre el respeto conlleva una caricia o una sonrisa, ni el aceptarlo todo y pasar por todo. Respetar verdaderamente a alguien obliga en ocasiones a zarandearle hasta que despierte, y sólo nos eximirá de esa obligación el que lo tengamos por un caso perdido de maldad o de estupidez.
Alfonso Fernández Tresguerres
Consideraciones acerca de lo que es y en qué consiste respetar
Suele pensarse, cuando se habla del respeto, en clave ética y moral, y por eso con frecuencia es entendido ya sea como el resultado de un sentimiento o de una peculiar valoración intelectual, pero que conduce, en cualquier caso, al reconocimiento de la dignidad de alguien (y hasta quizá de algo), mas alguien que no son sólo los otros, sino también uno mismo; y reconocimiento que no se queda en eso, sino que lleva a actuar en consecuencia, salvaguardando –respetando– tal dignidad. Así enfocado el asunto, la cuestión a dirimir es si ha de ser considerado una virtud o si es suficiente con dejarlo anclado en el ámbito sentimental y hasta en el mero contexto de las buenas maneras y de la cortesía. Sin embargo, el concepto tiene muchos otros sentidos, igualmente importantes (al menos en nuestra lengua) que no sólo nos ayudan a clarificar la controversia suscitada al respecto, sino también a participar en ella con la esperanza de poder decir algo sobre el asunto.
Así, en efecto, nosotros (quienes hablamos español) entendemos por «respeto», ciertamente, el miramiento y la consideración (sentido éste que es el que más se aproxima al ético o moral), mas también utilizamos el término para referirnos a formas de acatamiento o sumisión; al miedo, recelo o aprensión que nos pueden producir determinadas cosas, animales o personas; y, por último, llamamos «respetuosas» a manifestaciones y formas de relacionarnos con el prójimo que nacen de la mera cortesía. Y todo ello, sin duda, no es baladí, sino que, al contrario, constituye un conjunto de acepciones lo suficientemente rico y complejo como para que podamos permitirnos pasarlo por alto, ya que es evidente, por ejemplo, que únicamente en la primera de tales acepciones podría tener algún sentido discutir si es el respeto virtud o no, porque está claro que en la última de ellas es una simple norma de urbanidad, y en la segunda y la tercera un tipo particular de sentimientos (miedo, recelo o aprensión) o formas específicas de habilidad social (el acatamiento o la sumisión, en tanto que actitud dominante en las relaciones con el prójimo) que pueden tener orígenes muy dispares y estar puestos al servicio de objetivos no menos diversos.
Conviene, pues, que procedamos en nuestro análisis con un cierto cuidado y prevención.
*
Si entre las traducciones posibles del griego αἰδώϛ damos preferencia –como hace Abbagnano– al término «respeto» –otras alternativas serían hacerlo por «vergüenza» o «pudor»–, entonces seguramente podría decirse que quizás es cierto que fue Demócrito el primero en hacer del respeto algo muy similar a una virtud, e incluso uno de los pilares esenciales sobre los que descansa la Ética, tal como puede verse en el frag. 264 de la edición de Diels:
«Nadie debe tener más respeto por los otros hombres que por sí mismo, ni obrar mal ya lo sepan todos o nadie lo sepa, sino que debes tener por ti mismo el mayor respeto e imponer a tu alma esta ley: no hacer lo que no se debe hacer».
Se trata, como no dejará de observarse, de una concepción del respeto en la que éste no es tanto una obligación que tenemos con los demás como un deber para con nosotros mismos, y en la medida en que tal respeto implica no hacer nada de lo que debamos avergonzarnos (sea conocido o no por los otros), de él se derivará la acción moralmente buena, incluidas aquéllas que tienen como referencia al prójimo, y entre ellas las que van encaminadas a salvaguardar su dignidad, esto es, a respetarle.
Y virtud, igualmente, es considerado por el Protágoras del Diálogo platónico así titulado, en el que dirá el sofista que, antes de que poseyeran la ciencia política, cuando los hombres se reunían, para, por ejemplo, protegerse de las fieras, terminaban por atacarse unos a otros.
«Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a Hermes para que trajera a los hombres el respeto [sentido moral] y justicia para que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad» [Platón, Protágoras, 322c].
Mas a diferencia de lo que sucede con el resto de conocimientos, en los que basta con que los posean unos pocos, de éstos es necesario que participen todos, puesto que de lo contrario sería imposible la vida social y la existencia de ciudades.
Nos encontramos ahora ante una forma de concebir el respeto en la que éste no es entendido primordialmente como una exigencia individual que termina por incluir en su radio de acción al prójimo y consiguientemente, a la ética y la moral en cuanto tales, sino como la condición misma de posibilidad de la sociabilidad humana y, desde luego, del mundo moral. Mas ya prefiramos la forma de enfocar el asunto de Demócrito, ya optemos por la de Protágoras, en ningún error sustancial se incurre si sostenemos que en ellos el respeto es visto como virtud.
No es ésa, en cambio, la posición de Aristóteles, quien parece considerarlo más bien un sentimiento, o tal vez, mejor, una disposición noble, que una virtud en sentido estricto, pero no por eso menos digno de elogio, si es que, nuevamente, cuando leemos en la Ética a Nicómaco, [II, 2, 1108a, 30-35] que «la vergüenza no es una virtud, pero se elogia también al vergonzoso», optamos por sustituir «vergüenza» por «respeto». Y el propio Aristóteles establecerá la diferencia entre actuar por respeto y hacerlo por temor, pues si bien los razonamientos morales –dirá, acaso pensando en el intelectualismo socrático– no bastan para hacernos buenos, pueden servir, no obstante, para aquéllos de espíritu noble y generoso, que aman el bien por ser virtuosos,
«pero, en cambio, son incapaces de excitar al vulgo a las acciones buenas y nobles, pues es natural, en éste, obedecer no por respeto [pudor], sino por miedo y abstenerse de lo que es vil no por respeto [vergüenza], sino por temor al castigo» [Ética a Nicómaco, X, 9, 1179b, 5].
Muy importante es la posición de Kant sobre esto asunto (y será al hilo de las suyas como intentaré hilvanar mis propias reflexiones sobre el particular, en las que trataré de clarificar qué significa «respetar» –para lo cual en modo alguno podemos desentendernos, ni mucho menos, de las diversas acepciones que, como antes hemos apuntado, el término tienen en nuestra lengua–, quién puede ser objeto de respeto, y, por último, en qué consiste verdaderamente éste, qué es y no es el respeto y que rasgos esenciales son aquéllos que permiten que una determinada acción o actitud puedan ser consideradas o no respetuosas). Kant entiende también el respeto como sentimiento, y no tanto como virtud. Ahora bien, en su opinión, el objeto por excelencia de respeto es la ley moral, puesto que es ésta quien verdaderamente lo suscita y lo fundamenta, al humillar el egoísmo, es decir, la tendencia a la satisfacción de las inclinaciones subjetivas en la que ciframos propiamente la felicidad:
«Esta tendencia a hacer de sí mismo, según los fundamentos subjetivos de determinación de su albedrío, el fundamento objetivo de determinación de la voluntad en general, puede llamarse amor a sí mismo, el cual, cuando se hace legislador y principio práctico incondicionado, puede llamarse presunción. Ahora bien, la ley moral que sola es verdaderamente (a saber, en todo sentido) objetiva, excluye totalmente el influjo del amor a sí mismo sobre el principio práctico supremo, e infiere a la presunción que prescribe como leyes las condiciones subjetivas del amor a sí mismo un daño infinito. Mas lo que infiere daño a nuestra presunción, en nuestro juicio propio, humilla. Así pues, la ley moral humilla inevitablemente a todo hombre, al comparar éste la tendencia sensible de su naturaleza con aquella ley. Aquello cuya representación como fundamento de determinación de nuestra voluntad nos humilla en nuestra propia conciencia de sí mismo, despierta, en cuanto es positivo y fundamento de determinación, por sí respeto, Así pues, la ley moral es también subjetivamente un fundamento de respeto» [KPV, I, I, III];
respeto que es, por otra parte, un sentimiento estrictamente moral, esto es, no patológico (vale decir, no sensible), en tanto que determinado por la razón pura práctica, que hace que él sea no una disposición patológica, sino prácticamente efectuada. Y en la medida en que la propia razón anula todas las inclinaciones y pretensiones dictadas por el amor a sí mismo, hace que la sola ley moral posea influjo y autoridad.
«Y así, el respeto hacia la ley no es motor para la moralidad, sino que es la moralidad misma, considerada subjetivamente como motor» [KPV, I, I, III].
Ahora bien, ¿a quién tiene como destinatario ese respeto que, como vemos, no es, en el fondo, sino respeto a la propia ley moral? Según Kant, únicamente a las personas, no a los animales ni tampoco a las cosas. Me parece que es ésta una posición enteramente acertada y que nos permite, al tiempo, clarificar dos de los importantes sentidos del término «respeto»: aquél propiamente ético o moral y en el que podemos verlo equiparado a miedo o recelo.
«El respeto –escribe Kant– se aplica siempre a personas, nunca a cosas. Estas últimas pueden despertar en nosotros inclinación, y cuando son animales (verbigracia, caballos, perros, &c.), incluso amor o también terror, como el mar, un volcán, una fiera, pero nunca respeto. Algo que se acerca ya más a este sentimiento es la admiración, y ésta, como emoción, la estupefacción, puede también aplicarse a cosas, como, por ejemplo, montañas que se elevan en el cielo, la magnitud, multitud y alejamiento de los cuerpos del Universo, la fuerza y velocidad de algunos animales, &c.. Pero nada de eso es respeto. Un hombre puede ser para mí objeto de amor, de terror o de admiración, incluso hasta la estupefacción, y, sin embargo, no por eso ser objeto de respeto. Su humor jocoso, su valor y fuerza, el poder que le da la posición que tiene entre los demás, pueden inspirarme semejantes sensaciones, pero falta siempre aún el respeto interior hacia él» [KPV, I, I, III].
La razón no es otra, en verdad, sino que el respeto a una persona no es, el fondo, sino el respeto a la ley que en ella se nos manifiesta, es decir, «a la ley que su ejemplo nos presenta»; y por ello, como aclara Kant:
«Cuando se considera exactamente el respeto hacia personas [...] se observa que descansa siempre en la conciencia de un deber, que nos presenta un ejemplo, y que, por tanto, nunca puede tener el respeto otro fundamento que el moral y que es muy bueno, incluso muy útil, en el aspecto psicológico, para el conocimiento de los hombres, atender en todas partes en donde usemos esta expresión a la diferencia secreta y digna de admiración, al par que frecuente, que tiene el hombre en sus juicios por la ley moral» [KPV, I, I, III, nota 2].
En otro lugar señala Kant con toda claridad que el respeto no es un mero sentimiento al comparar nuestro valor con el de otros, que podrían tenerlo superior (al menos en ese aspecto preciso en el que nos provocan respeto),
«sino sólo una máxima de restringir nuestra autoestima por la dignidad de la humanidad en la persona de otro, por tanto, el respeto en sentido práctico» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25];
y hará una importante matización sobre el respeto distinguiéndolo del amor al prójimo, puesto que en tanto que el deber que éste entraña –dirá– consiste en convertir en míos los fines de otros (siempre, naturalmente, que no sean inmorales),
el deber de respetar a mi prójimo está contenido en la máxima de no degradar a ningún otro hombre convirtiéndole únicamente en medio para mis fines (no exigir que el otro deba rebajarse a sí mismo para entregarse a mi fin)» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25];
y si con lo primero (con el amor) obligo al otro, en la medida en que me hago merecedor de su gratitud,
«cumpliendo el último deber me obligo únicamente a mí mismo, me mantengo en mis límites para no quitar nada al otro del valor que él, como hombre, tiene derecho a poner en sí mismo» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 25].
Ambos (amor al prójimo o amor recíproco y respeto) son las dos fuerzas que hacen posible la moralidad, fuerzas de atracción y repulsión, respectivamente, que, a semejanza de lo que sucede en el mundo físico, establecen la conexión entre los seres racionales (en la tierra, matiza Kant); y si en virtud del amor recíproco necesitan acercarse,
«por el principio del respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí» [Metafísica de las costumbres, «Doctrina de la virtud», I, § 24].
Yo no encuentro demasiadas dificultades para estar de acuerdo con Kant en que el respeto (en sentido moral, porque hay otros, como ya hemos insinuado) supone, entre otras cosas, no utilizar a los demás con la vista puesta exclusivamente en mi propio beneficio, no servirme de ellos y, en suma, no rebajarles (ni exigir que ellos se rebajen) a la condición de simples medios para mis fines; lo que no implica, desde luego, que yo, por mi parte, tenga la obligación de hacer míos los suyos, ni siquiera en el caso de que sean perfectamente morales. El respeto no es, en efecto, equivalente al amor, en ninguna de sus manifestaciones, y ni siquiera una forma de éste. Y no ya porque se pueda respetar sin amar (más discutible es si cabe amar sin un genuino respeto), sino porque incluso cuando se ama es siempre el respeto (acierta plenamente Kant) una forma de distanciamiento; y si a la persona que amamos (no importa de qué tipo de amor hablemos), en tanto que amada, nos vinculamos, en alguna medida, por un lazo que nos une y nos acerca, en tanto que respetada colocamos entre nosotros y ella una cierta distancia, evitamos absorberla y hacer, a toda costa, de ella otro yo poseedor de los mismos intereses, objetivos y pensamientos que el nuestro; antes bien, tanto más auténtico será nuestro amor cuanto más seamos capaces de (sin negar nuestro apoyo y ayuda) mantenernos al margen, y, por así decirlo, como espectadores del proceso mediante el cual desarrolla la persona amada su propia personalidad y de los esfuerzos tendentes a la consecución de sus propios objetivos y de sus propios fines, por más que puedan llegar a ser, incluso, incompatibles con los nuestros (siempre, habría que volver a añadir, que no sean manifiestamente inmorales o perversos). Y en cuanto a las relaciones que con llevan muy poca o ninguna intensidad afectiva, si el asunto se quiere llevar hasta sus extremos, ¿qué forma de respeto mejor que el que se nos coloque a una cierta distancia y nos dejen tranquilos? Lo expresó muy bien Jonathan Swift:
«Si un hombre me mantiene a distancia, me cosuela que también él se mantiene».
Y yo a veces hasta doy en pensar que no es mucho lo que me importaría que se mantuviesen casi todos. No quisiera más que ser rico de familia como Montaigne, y tener una torre como la suya, que de añadirle un par de galerías de cien pasos de longitud y doce de anchura, para poder pasear y salir lo menos posible de mi biblioteca –proyecto que el concibió, mas no llevó a término– ya me encargaría yo.
Pero volviendo al respeto, tampoco considero erróneo que se coloque la Idea de «respeto» en symploké o comunión con la de «dignidad» (tal como se hace con muchísima frecuencia), y entender que cuando se dice que debemos respetar a los demás lo que eso significa es que los reconocemos merecedores de ser tratados con consideración, lo que vale tanto como decir no ser humillados, vejados o degradados hasta el extremo de convertirlos en meras cosas de las que nos servimos o a las que manipulamos, sino, al contrario, verlos dueños de un cuerpo que pide ser preservado y mantenido con decoro, de una intimidad que no debe ser violada y de una personalidad que exige poder desplegarse sin yugos y sin cadenas. Porque me parece que la dignidad de la persona no en otra cosa consiste sino precisamente en eso: en que los demás le saben digno o merecedor de ser tratado de ese modo. Y en la medida en que un individuo se conduce de esa forma en su relación con los otros, mas también consigo, se dignifica a sí mismo, y es, en suma, persona digna. Presiento que definir la dignidad de otra forma que no sea operacionalmente, es decir, por el conjunto de actividades, actitudes y operaciones que conforman nuestra relación con los otros y con nosotros mismos, acabará por arrojarnos siempre al terreno de la metafísica, como si dijéramos que la dignidad de la persona radica en su alma o, para el caso, en un valor intrínseco que no se sabe muy bien en qué consiste ni de dónde ha surgido. Y esto es lo que en gran medida sucede con la posición de Kant, en la que parece presuponerse que esa dignidad y ese valor que reconocemos en la humanidad, y en el otro, en tanto forma parte de ella, es algo eterno e intemporal; inherente al individuo humano sin otra razón que el mero hecho de ser humano. Sin embargo, las objeciones a una tal suposición son muchas y muy fuertes: ¿De dónde le viene al individuo ese atributo y ese valor? ¿De su condición de persona? No. Mas bien sucede al contrario: no es el individuo merecedor de respeto y poseedor de dignidad por ser persona, sino que es persona, entre otras cosas, por ser merecedor de respeto y poseedor de dignidad. Y ello sólo sucede en el seno de la sociedad política en la medida en que esas características le son otorgadas y reconocidas en tanto que derechos. Sólo en la dialéctica de derechos y deberes, característica de la sociedad política, cobran algún sentido los conceptos de respeto y dignidad. Fuera de él nos encontramos en el ámbito de la pura especulación metafísica. Pero dado, precisamente, que tal sociedad se halla establecida sobre un complejo y variadísimo juego de derechos y deberes, eso significa, al tiempo, que no es el individuo un mero receptor o beneficiario pasivo de tales prerrogativas, sino que tiene la obligación de hacerse acreedor de ellas. ¿O acaso siempre y en toda ocasión un individuo ha de ser considerado digno y, en consecuencia, ha de ser respetado? Yo sólo puedo respetar a alguien cuando es respetable y únicamente puedo reconocer su dignidad cuando es digno. Y esto significa que los demás sólo tienen el deber de respetarme cuando previamente yo he cumplido con el mío de hacerme respetable, y sólo cuando me he hecho digno tienen los otros la obligación de considerarme sujeto y poseedor de dignidad. Y siempre que ello no sea así, exigir respeto no pasa de ser una broma de mal gusto o una manifestación de puro cinismo. Tan sólo en aquellos sujetos gravemente disminuidos psíquicamente dignidad y respeto son derechos que la sociedad les otorga sin contrapartida alguna, pero el resto tiene que ganárselos. El individuo, decíamos, no tiene derechos y deberes por ser persona, sino que es persona por tener derechos y deberes, y si alguno de esos derechos podría acaso ser visto como absoluto y exento, no es ése el caso del respeto y la dignidad, cuya consecución depende siempre del cumplimiento de un deber: hacerse merecedor de ellos; deber éste, si se quiere, para conmigo mismo, pero que sólo puede estimarse completo cuando se halla aparejado al cumplimiento del deber de respetar y dignificar a quien igualmente se ha hecho merecedor de ello. Deber doble, pues, pero originario uno (el de hacerme respetable) y derivado el otro (el de los demás de respetarme). Y obsérvese que el que uno se haga digno de respeto significa no sólo (como tantas veces se dice) que respete a su vez a los otros, sino también –y acaso principalmente, porque de ser así lo anterior se dará por añadidura– = que comience por respetarse a sí mismo en aquellos aspectos en los que exige ser respetado. Al final va a resultar, en efecto, que el respeto primordial es el respeto a uno mismo.
«Nunca perderse el respeto a sí mismo. Ni se roce consigo a solas. Sea su misma entereza norma propria de su rectitud, y deba más a la severidad de su dictamen que a todos los extrínsecos preceptos. Deje de hacer lo indecente más por el temor de su cordura que por el rigor de la ajena autoridad. Llegue a temerse, y no necesitará del ayo imaginario de Séneca» [Gracián, Oráculo manual, 50]
Así pues, mi respeto a otro no es primariamente respeto a la ley que el otro me muestra, sino a la ley que reconozco en mí mismo y que lleva a respetarle en la medida en que él se me presente como digno de ello. Y precisamente porque el respeto sólo es posible entre sujetos morales que lo reconocen y lo asumen como un derecho que se conceden y una obligación que aceptan en el seno de la sociedad política, es por lo que hay que estar nuevamente de acuerdo con Kant en que el respeto, como tal, tiene como destinatarios únicamente a las personas, no a las cosas ni a los animales. Las primeras pueden suscitar en nosotros sentimientos de admiración o terror, de repulsa o de goce estético; los segundos, además de admiración y miedo o recelo (uno de los sentidos del término «respeto», al menos en nuestra lengua), pueden despertar nuestra compasión y hasta nuestro amor, pero nada de eso tiene que ver con el respeto en sentido moral, porque para que pudieran ser receptores de éste debería presuponérseles la condición de sujetos morales. Las cosas y los animales pueden ser objeto de la más variada de sentimientos, pero el respeto en sentido estricto sólo a otro individuo humano se lo debo y sólo a él se lo exijo, porque, al igual que sucede con el resto de los derechos y deberes morales y jurídicos, sólo del animal político es patrimonio.
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Hemos defendido en las líneas anteriores que el respeto es un derecho y un deber, y eso significa que no hay motivos suficientes para considerarlo propiamente una virtud; en primer lugar, porque lo virtuoso será, en todo caso, cumplir con ese deber que me imponen y me impongo, pero también porque, de todos modos, no podría ser el respeto visto como una virtud particular puesto que, en último término, en él se concitan y se despliegan múltiples virtudes. Tampoco me parece que pueda ser interpretado meramente como un sentimiento, dado su carácter de obligación. Nadie puede imponerme, ni siquiera yo, experimentar un determinado sentimiento por alguien, pero sí me impongo (y me imponen) el deber de respetar, y ello con independencia de cuáles puedan ser mis sentimientos particulares respecto al individuo en cuestión al que hago objeto de mi respeto: puedo amarle o aborrecerle, resultarme agradable o profundamente antipático. Nada de eso cambia las cosas.
Hemos señalado también quien son los destinatarios del respeto y qué condiciones han de darse para que se hagan merecedores de él. Finalmente, lo hemos definido de una manera operacional. Nos queda ahora por explicar cómo se manifiesta el respeto, en qué consiste propiamente, o si se quiere, cómo toman forma esas operaciones en nuestra relación con los otros en las que hacemos consistir justamente el respetar. Ello nos permitirá, al mismo tiempo, acabar por delimitar el respeto moral de otros importantes sentidos (además del ya visto: miedo, recelo o admiración) que tiene el término en nuestra lengua.
Por lo pronto, el respetar a otro (en el sentido en que hablamos) no consiste en someternos a él o en acatar ciegamente sus deseos y designios; la sumisión y el acatamiento podrían tener mucho más que ver con el temor o con la admiración que con el respeto como tal. Y tanto más recusables ambas actitudes cuanto que con ellas pudiera perseguirse la consecución, por medios que nos envilecen, de un determinado beneficio. Pero aun siendo desinteresados, el servilismo y el rebajamiento de que nos hacemos objeto denotan una completa pusilanimidad y constituyen una auténtica falta de respeto para con nosotros mismos.
Tampoco debe confundirse el respeto con la mera cortesía, y más cuando ésta llega hasta el amaneramiento que alcanza en algunos. Sin duda, esta modalidad, en tanto que simple exponente de buena educación, es algo enteramente deseable por sí mismo, pero de un orden completamente distinto del respeto al que nos estamos refiriendo. La prueba es que uno puede mostrarse cortés y guardar las buenas formas incluso con aquéllos a quienes desprecia, en tanto que no cabe verdaderamente respetar a quien despreciamos, porque el que alguien nos parezca despreciable indica con suficiente nitidez que no lo consideramos merecedor de respeto. Y si bien no solemos ocultar nuestro respeto a quien estimamos digno de él, sí podemos acallar (por mera urbanidad) lo poco respetable que nos parece otro.
Estas dos formas de entender el respeto, básicamente como manifestación de sumisión y de cortesía, podría ejemplificarse, sin duda, en diversos autores, mas, para no ser prolijos, nos bastará acaso con acudir a las cartas de Lord Chesterfield a su hijo. Así, en la Carta CCXXVII le aconseja como debe conducirse con quien se encuentra no simplemente por encima de él, sino muy por encima, sean reyes, ministros o generales. De este modo:
«Si hablas con un rey, debes parecer tan espontáneo y desenvuelto como con tu valet de chambre, pero al propio tiempo cada una de tus miradas y cada uno de tus gestos deben expresar el máximo respeto […] Los mejor sería llevar la conversación, a ser posible, a otra forma cualquiera de adulación indirecta […]»;
palabras en las que no es difícil ver cómo el respeto, hasta la sumisión, puede estar al servicio de la consecución de determinados objetivos e intereses. Y en lo que hace al trato entre iguales o inferiores, lo que el conde de Chesterfield entiende por respeto no es sino otra forma de referirse a las bienséances o conveniencias, equivalentes, en definitiva, a las buenas maneras, que
«Son –se dice en la misma Carta– la esencia de la urbanidad, y deben ser completadas por las grâces, que nos permiten llevar a cabo de modo garboso y agradable lo que las bienséances nos imponen de todas formas. Éstas son una obligación para todos, aquéllas el privilegio y el adorno de algunos».
Mas esas conveniencias o buenas maneras buscan como objetivo fundamental el gustar o el agradar, al tiempo que una «buena política las recomienda» –como él dice, y repárese nuevamente en lo que el respeto o la sumisión tienen de servicio al interés–, y siendo el respeto el hilo conductor de todas ellas, o aquello en lo que, en último término, todas se traducen, queda recluido éste en el ámbito de la mera cortesía y es, básicamente –la expresión es del propio Chesterfield– «respeto social».
Pero con ser la cortesía y el respeto social que le es inherente una disposición del todo deseable en las relaciones sociales, es algo por entero distinto del respeto moral. Valga con decir, simplemente, que el primero no presupone ni muchos menos el segundo, y cabe por ello, como antes apuntábamos, mostrar respeto social (sean cuales sean los motivos que a ello nos induzcan) incluso a quien nos parece cualquier cosa menos respetable. No existe ninguna forma, en cambio, de hacer compatible el respeto moral con el desprecio, e incluso es posible que acierte Hume cuando afirma que
«En el respeto hay una mezcla de humildad con estima y afecto» [Disertación sobre las pasiones, Sección IV];
y si bien podría discutirse la necesidad de hacer comparecer en este asunto a la humildad (como discutible es que en el desprecio la mezcla sea de orgullo, tal como dice Hune inmediatamente después de las palabras que hemos recogido), al menos entiendo, efectivamente, que son consustanciales al respetar una cierta estima y afecto. Sin ellas, o lo que es lo mismo, sin respeto, incluso el acto de caridad más extremo o heroico no sería sino una forma de menosprecio o de condescendencia humillante e insultante.
Mas esto no significa que respetar consista en adular, agasajar o agradar siempre.
Tampoco hallarse dispuesto a hacer concesiones a todas horas, y menos una concesión sin límites o una tolerancia no menos ilimitada. Cuando el respeto (o, para el caso, la cortesía misma) llega a unos extremos desmedidos, se convierte, ante que nada, en un fraude para con uno mismo y, en consecuencia, en una falta al respeto que nos debemos a nosotros, y también, en último término, en falta de respeto al individuo con el que nos conducimos de ese modo. Porque aun dando por bueno que son inseparables del acto de respetar la estima y el afecto, éstos no por fuerza presuponen las actitudes o sentimientos anteriores (a saber: adulación, agasajo, agrado, concesión o tolerancia), sino que, muchas veces, obligan justamente a lo contrario. No toda acción u opinión es respetable. Y cuando no lo son, respetar al individuo que realiza una o sustenta la otra, consiste en intentar corregirle, sacándole del error o de la necedad en los que se halla inmerso. No hacerlo así, supone tratarlo como loco o imbécil, considerarlo, por los motivos que sea, inmune a cualquier tipo de razonamiento e incapacitado para cualquier clase de corrección, es decir, supone, en definitiva, tenerlo por algo menos que humano. No siempre el respeto conlleva una caricia o una sonrisa, ni el aceptarlo todo y pasar por todo. Respetar verdaderamente a alguien obliga en ocasiones a zarandearle hasta que despierte, y sólo nos eximirá de esa obligación el que lo tengamos por un caso perdido de maldad o de estupidez.