LA BUSQUEDA DE LA VERDAD


UN PALESTINO RECUERDA EL HOLOCAUSTO
Por Aziz Abu Sarah en Haaretz


Hace algunas semanas el mundo conmemoró el Día del Holocausto con memoriales, momentos de silencio y tiempo dedicado a recordar las vidas de los seres queridos perdidos.

Durante muchos años ese día a sido fuente de conflicto interno para mí, como palestino, así que este año mi esposa Marie y yo decidimos llevar a cabo nuestro propio memorial haciendo algo que habíamos estado aplazando por mucho tiempo: miramos la película La Lista de Schindler.

Fue la primera vez que la ví. Cuenta la historia de un alemán que arriesgó la vida para salvar a cientos de judíos durante el Holocausto.

Aunque pueda parecer extraño que un palestino dedique tiempo a recordar el Holocausto sentí que para mí era un paso importante. Tenía que conectarme con el dolor de los que sufrieron y necesitaba ir más allá de la nacionalidad para reconocer la pérdida de vidas humanas.

Debo admitir que durante mis años de crecimiento y educación no sabía prácticamente nada sobre el Holocausto; como palestinos, simplemente no nos enseñaban nada al respecto.

El tema llevaba pegado un estigma, se daba por sentado que Israel usaría el Holocausto para hacer lobby para ganarse simpatías, y que luego usaría esa simpatía como un arma terrible contra el pueblo palestino.

Así que cuando se me preguntaba sobre el Holocausto yo siempre sentía la urgencia defensiva de decir “¡No fue culpa mía! Yo también lo sufrí”. En lo más profundo pensaba que reconociendo el dolor de las víctimas del Holocausto yo traicionaría o marginalizaría mi propio sufrimiento.

Además, una parte de mí temía que si simpatizaba con “el enemigo” se me podría privar del derecho de luchar por la justicia. Ahora sé que todas esas ideas son pura tontería: uno es más fuerte cuando permite que el sentido de humanidad supere la enemistad. Pero me llevó bastante tiempo aprender esa lección.

Hace muchos años decidí que no había manera de entender a mis amigos judíos y de comunicarme con ellos si no aprendía algo de su historia, de su narrativa.

Decidí que el lugar donde debía comenzar mi jornada hacia la comprensión era el Museo del Holocausto. El corazón me latía con agitación cuando crucé el umbral de Yad Vashem, en Jerusalem. Comencé a mirar las fotos y a leer las inscripciones y relatos con la clara consciencia de que yo era el único palestino que estaba allí en ese momento.

Pero mientras recorría el museo mi inquietud por ese hecho fue reemplazada por un shock abrumador. No podía creer hasta qué punto pueden degradarse los seres humanos hasta cometer semejantes atrocidades. ¿Cómo era posible que el racismo despojara a los seres humanos de toda su humanidad?

Pocos días después hablé a algunos de mis amigos judíos acerca de mi visita al Museo del Holocausto. Muchos de ellos se sorprendieron y me preguntaron qué fue lo que me impulsó a visitarlo.

A medida que explicaba mis razones podía ver cómo se derrumbaban las murallas que nos separaban. Iacov, sobreviviente del Holocausto, me relató su historia personal. En Polonia, siendo niño, lo separaron de sus padres y lo forzaron a simular que era cristiano, a recitar las oraciones católicas y asistir a la iglesia. Su padre fue asesinado durante la guerra.

Uno de mis mejores amigos, Rami, describió los horrores que sufrió su padre en el campo de concentración de Auschwitz. Nuevamente, mi corazón se desgarraba de dolor y simpatía mientras escuchaba esos relatos.

El haber visitado el Museo del Holocausto y escuchado los relatos de mis amigos fue decisivo en mi relación con ellos. Al fin podía entender de dónde y de qué experiencia venían. Podía sentir empatía hacia su sensación de que el mundo está contra ellos.

El Holocausto había dado forma a su manera de ver el mundo que los rodea. La Lista de Schindler me conmovió hasta un grado que no puedo describir. Fue imposible contener las lágrimas que se derramaban de mis ojos.

La conexión que hice con quienes sufrieron el Holocausto va más allá de la nacionalidad, de la religión y de la raza: fue una conexión de un ser humano con otro ante un dolor universalmente comprensible.

Hacia el final de la película Oscar Schindler recibe un anillo con la inscripción “Quien salva una vida salva al mundo”, tomada del Talmud.

Hoy esa frase tiene plena vigencia para los hombres y mujeres que trabajan activamente para poner fin al conflicto entre palestinos e israelíes, y yo quiero enviar un mensaje a los cínicos, a los desesperanzados y a los que renunciaron a seguir buscando la paz.

El mensaje también va dirigido a las muchas personas que han cuestionado la utilidad de las pequeñas iniciativas personales, “de base”, de los encuentros, de los grupos de diálogo, de los proyectos interreligiosos, de las manifestaciones públicas y de las protestas contra las muertes violentas de árabes y judíos. Quien salva una vida salva al mundo.

Mi desafío es el siguiente: Oscar Schindler lamentó no haber hecho más para salvar más personas. Lloró por no haber vendido su auto, su broche de corbata y todas sus posesiones para pagar el rescate de aunque fuera una sola vida más.

Gobiernos, naciones y hasta grupos religiosos donan miles de millones de dólares para la compra de armas, pero cuando se trata de promover el entendimiento, la vida y la coexistencia, nuestros gobiernos e individuos parecen estar en bancarrota.

Consideren lo siguiente: ¿podemos poner un precio al salvamento de una vida? ¿Podemos poner un precio al salvamento del mundo? Es vital proteger nuestros valores y nuestra humanidad independientemente del costo que debamos pagar por ello. Oscar Schindler pudo salvar mil vidas. Valió la pena. ¿Cuántas vidas puede salvar usted?

(Publicado originalmente en A Blog for Peace in Israel-Palestine de Aziz Abu Sarah)
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